
El colegio se transformaba en fiesta, esos sábados de enfrentamientos deportivos, de liguillas escolares que se celebraban en la hermosa y embrujada ciudad de Salamanca. El ambiente se cargaba de animación en las pistas de minibasket, baloncesto, balonmano y en el campo de fútbol. Había gritos, algarabía, tensión controlada; alegría y regocijo cuando los nuestros ganaban, y, como no, frustración y tristeza cuando eran derrotados por los rivales deportivos. Ese 24 de febrero nuestro internado se enfrentó a los Agustinos en competición futbolística. Y ganaron los nuestros. Me dejó esa circunstancia un sabor agridulce. La victoria me había producido satisfacción, pero me hubiera gustado ser convocado por el entrenador (Álvaro) al partido. A veces no lo hacía porque me reservaba para participar en las carreras de “campo a través” (competiciones de atletismo a las afueras de la ciudad, entre barrizales y terreno abrupto), que tenían lugar las mañanas de domingo. Siempre tuve predilección por el fútbol, pero para éste había muchos más candidatos, mientras que los que teníamos condiciones para someternos a esas carreras de dureza infernal (tal vez el paso del tiempo me haga magnificar las circunstancias) se contaban con los dedos de una mano. Y no se podía estar en todas la batallas. Creo que esto ha marcado un poco mi sino a lo largo de los años. Por querer estar en todo, en no pocas ocasiones me he sorprendido asomado al brocal del pozo de la nada... (quizá también esto sea una exageración, y no debida al paso del tiempo)
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