La coeducación en los colegios es algo tan natural y sensato
en la actualidad, que me resulta chocante, el imperio del criterio opuesto, en
aquellos años del pasado. La separación educativa por sexos, provocaba un
peculiar trato entre chicos y chicas. Estábamos acostumbrados a que la
cotidianidad marcara una relación exclusiva homófona, chico-chico o
chica-chica. Esta circunstancia propiciaba un deseo enfermizo de encuentro con
el sexo opuesto, en ese espacio extraordinario que suponía los fines de semana.
Íbamos como locos en busca de esas relaciones complementarias. Y las
absorbíamos, en aquel intervalo de nuestra vida que conformaban el sábado y
domingo, como si fueran las últimas relaciones heterosexuales de las que íbamos
a gozar en toda nuestra vida.
En algunas ocasiones, en nuestro internado, se rompía la
tendencia y lográbamos algún furtivo encuentro con alguna jovencita durante los
días ordinarios de la semana. Solían ser ayudantes del servicio del colegio,
que colaboraban en tareas de limpieza y del comedor. Establecer algún tipo de
contacto, de mirada cruzada, roce intencionado en el cruce discreto de un
pasillo, o simplemente observar las piernas generosamente mostradas en un
descuido, constituían todo un plus regocijante para nuestras vidas sometidas al
desierto cotidiano.
En circunstancias excepcionales nos trasladábamos al
Aspirantado Maestro Ávila, colegio con el que teníamos relaciones especiales de
fraternidad (Algunos de nuestros superiores de entonces, y la totalidad de
tiempos anteriores, habían sido formados en la orden de dicho centro). Solíamos
compartir con los alumnos de allí el visionado de películas de cine. A ese cine
también asistían algunas chiquitas del servicio de aquel centro; y yo quedé
prendado o prendido de una de ellas. El domingo que nos ocupa tuve un encuentro
regocijante con ella, de cuyo nombre, como en El quijote, no logro recordar,
pero que mi diario se refleja como la chica del “Aspi”
Cada noche de domingo vivíamos sometidos al resultado de
nuestros escarceos de fin de semana. Una moral que dependía directamente de
nuestros éxitos o fracasos en aquellos envites, imprimía en nosotros el sello
con el que afrontábamos la difícil andanada del comienzo de semana. El 10 de
Junio, por la noche, pasaba por momento desordenados de euforia y decaimiento.
No lograba mantener un equilibrio equidistante entre los dos polos. Ora me
sentía amilanado por la proximidad del lunes y la negrura que proyectaba sobre
mi espíritu, ora me deleitaba en el recuerdo de la chica del Aspi y una tal
Maite que también se había cruzado en mi camino provocando el deleite de un
nuevo encuentro.