domingo, 17 de diciembre de 2017

Lejos de aquel instante, cerca de quienes aún lo sufren.

Me someto a la holgura de una noche que se dilata en fechas de evaluación. Son las 23 horas y me siento sometido al fuego cruzado de los distintos exámenes que se ciernen sobre mi cabeza. Me abruma tanto contenido, tantas ideas y conceptos por retener en mi memoria. Apenas he respondido con mi estudio al reto que las matemáticas, el arte y la religión proyectan sobre mí, en la jornada de un martes que cuan látigo me sacude en los higadillos. Me pliego ante la mesa de estudio, doblando mi cerviz en actitud sumisa delante de un libro. El esfuerzo es inútil. Un espíritu de pusilanimidad me atenaza, encierra y hace languidecer mi ánimo. Y se desparrama sobre la mesa un líquido imaginario de desazón encubierta. Me derrito como bloque de hielo sometido bruscamente a la temperatura tórrida del estío. Opto por tirar la toalla. He sucumbido en el intento de solucionar en un “tris”, qué tristeza, todo lo que no he afrontado durante el vasto tiempo de todo un fin de semana. No obstante conservo el dulzor amargo de las actividades artísticas e interpretativas en las que me he solazado durante el ocioso intervalo. Ese remanente de frescor que aún conservo, me da la fuerza para decidir levantarme mañana en la alborada del nuevo día. “Pienso levantarme a las 6:30 (AM)”, dice mi diario de aquella época.

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