Se produce un salto considerable en el diario de mi etapa juvenil. La marcha al
pueblo y permanencia en él durante un puente, me hizo perder el ritmo diario de
anotar cada noche algunas líneas en sus hojas ávidas de ser rellenadas. No
había en el hogar familiar excesivas condiciones para aislarte y, en clima de serenidad,
reflejar en un papel pensamientos, sentimientos o ideas que crecían abundantes
en mi cerebro.
La profusa prole que poblaba nuestra vivienda aseguraba
bullicio, peleas, gritos permanentes, confusión, riñas...; todo lo que uno
pueda imaginarse como contrapuesto a la serenidad y al clima reflexivo. Como
consecuencia, cuando pisaba el umbral de mi casa, sentía que penetraba en una
dimensión diferente. Era adentrarme en un planeta, que aun resultándome
demasiado familiar - en esos retornos periódicos- comenzaba sacudiéndome como
un latigazo repentino de novedoso asombro, para tragarme al instante en su
vientre de rutinarias turbulencias.
Sentía un abismo irreconciliable entre los dos mundos que me
cobijaban en esa época. El estudiantil, que me impulsaba aspirando a metas de
ensueño y deleite, al abrigo del internado de Calatrava; y el del retorno a mis
fuentes, al plancton de mis ancestros; espacio en el que me zambullía como la
vuelta inexorable a mis orígenes y en el que vivía la ambivalencia de quien
siente el peso de rémoras no queridas, pero que absorbe en ellas, una profunda
fuerza de superación y de lucha.
El paso de uno a otro mundo suponía un parto difícil de
sobrellevar. Y tenían que pasar cierto tiempo para amoldarme y sentirme
pletórico de fuerzas recobrando el pulso de mi existencia al nuevo medio. Por
la brevedad de permanencia en el pueblo, me resultaba difícil adaptarme a ese
contexto en mis puntuales regresos. Y vagaba como alma en pena, respondiendo a
los recados y encomiendas que mis padres me demandaban, sin dejar especiales
huellas ni registros sublimes, en cuadernos y descosidos de mi existencia.
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