lunes, 15 de enero de 2018
(Continuación) La aventura del viaje a Normandía.
En realidad, todo este viaje estuvo envuelto en situaciones paradójicas y alucinantes. Nada más llegar a la ciudad de Cannes, en el hotel en el que nos hospedábamos, recuerdo que, de entrada, se nos propuso a la chica que iba conmigo de Salamanca y a mí, compartir una misma habitación; y a todas luces, una misma cama, porque por mucho que exploré, no encontré otra. A mí, un chico de provincias, de la tradicional, vetusta y católica península Ibérica, sin demasiado arrojo y poco dado a los experimentos de relaciones "extemporáneas", aquello de la posibilidad de comportarnos como pareja de hecho, me parecía venir de otra galaxia.
No obstante, estaba dispuesto a pasar por ello. Si me había tocado ya, urdir la representación de militante político, tal vez la de marido postizo no entrañara especiales dificultades. Pensaba en aquellos momentos que esta conducta podría ser la habitual del gremio, en el territorio de los franceses. Y no estaba dispuesto a dejar a nadie en mal lugar. Pero mi compañera obviamente se negó. Ante aquella propuesta su rostro se transformó en una lividez, de tal grado, que yo intuí un inminente desmayo en el parterre del vestíbulo de la entrada del hotel.
La cena que nos ofrecieron, tras el susto de la llegada, fue copiosa y de variedad de quesos. Y a mí, que la ingesta de variedad de “fromages” es uno de mis principales deleites, a punto estuvo de provocarme la ruina de aquel viaje. Me di tal atracón que durante la mañana siguiente tuve que permanecer en cama aquejado de un empacho impertinente.
El regreso desde Normandía realmente fue una aventura. Antes de disponernos a volver, nos entregaron el dinero que nos correspondía en concepto de viajes y dietas. La retribución fue en moneda española. Y yo que advertí la posibilidad de ahorrarme unas cuantas pesetas en el retorno, al menos en el trayecto hasta París, decidí volverme haciendo autostop.
El viaje hasta las inmediaciones de París fue viento en popa. La mitad del trayecto lo realicé con una hermosa joven que me recogió a las afueras de Cannes. Con ella chapurreé algo de mi incipiente francés y cantamos al unísono “Por qué te vas”, una canción de Janette que emitía la radio del automóvil. Era el tema de fondo de la película “Cría cuervos”, que por aquellos días triunfaba en las salas cinematográficas de París.
El siguiente trayecto lo compartí con un amable joven que no pudo dejarme en la capital Francesa, aunque sí en la zona colindante. No sé si fueron las dificultades del idioma las que me obnubilaron, pero es seguro que no me aclaré de la distancia, que trató el joven de expresarme que me separaba aún de la ciudad. El caso es que decidí que ese trayecto lo podía hacer fácilmente andando. Y en realidad lo que experimenté fue un espacio cercano a la eternidad.
Estaba ya atardeciendo. Estuve durante horas y horas caminando en dirección a París. Pero París se burlaba como una meta traviesa que se alejaba de mí, burla macabra que se ensañaba de mi angustiosa situación de desamparo. A veces tenía dificultades para seguir por la vía por donde circulaban los coches, pero no quería perder esa ruta que al menos señalizaba la dirección precisa hacia la ciudad objeto de mis deseos.
Presa de una sed rabiosa, creía desfallecer en el desierto de mi infortunio. Como no encontrara ninguna fuente cercana para saciarla, no se me ocurrió otra salida que beber de una botella regalada por nuestros huéspedes. Se trataba de una especie de orujo de altísima graduación que al ingerirlo me abrasó las entrañas. A punto estuve de tumbarme en el suelo y dejarme morir. Pero seguí y seguí y seguí, ciego de angustia y de extravío.
Era noche cerrada cuando topé con una boca de metro. El cielo parecía abrírseme de repente. Ahí ya logré abastecerme de agua y recuperar cierta cordura. Sólo cierta. Porque cuando los rótulos del metro indicaron la llegada a los Campos Elíseos decidí apearme deseoso de no perder la oportunidad de contemplar tan atrayente lugar, a pesar de que mi destino era llegar a la estación Sur, para tomar algún tren hacia España.
Tras merodear por los alrededores volví diligente a la boca del metro para dirigirme a la estación de trenes. Y he aquí que ya habían cerrado. La noche doblemente se volvía a cernir sobre mí. Y tomé la decisión de buscar un banco en los jardines adyacentes y disponerme a dormir hasta la madrugada.
Pero el sueño no tuvo oportunidad de cobijarme. Un tipo con no muy buen aspecto se aproximó a mí, apenas recliné mi cabeza sobre la mochila. Se trataba de un sudamericano que tras presentarse como amigo se mostró con sospechosos deseoso de darme conversación. Comenzó a hablarme en francés, pero apenas se dio cuenta de mi procedencia, viró hacia el castellano, tal vez para que no cupiera ninguna duda, de cuáles eran sus verdaderas intenciones. Poco duró su conversación alegre y lisonjera. Trascurridos unos diez minutos de supuesta apacible conversación, me exigió que le entregara el dinero. Y no parecía que estuviera dispuesto al regateo, porque ante mi tímida negativa esgrimió una navaja de tan enormes dimensiones que a mí me pareció un machete o una podadera.
No tuve más remedio que entregarle los caudales que tan amablemente me habían entregado en Cannes. Eso sí, me dejó la calderilla que llevaba en francos, detalle que al final agradecí porque me permitieron llegar a la estación del Sur. Y ya en ella, se me apareció un ángel. Un joven de Bilbao que entabló conversación conmigo y al explicarle mi desesperada situación me pagó el viaje para la vuelta a mi tierra. A la que llegué, sí, pero con los caudales esfumados por los quiebros de aquella aventura.
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