lunes, 8 de enero de 2018
En Normandía
En ocasiones salen a tu encuentro situaciones imprevistas, que aceptas de buen grado, involucrándote sin tener clara conciencia de dónde te estás metiendo. Esto fue lo que me ocurrió en los comienzos de julio de 1976.
Estaba yo por aquella época vinculado al grupo de jóvenes de una parroquia, en un barrio de la periferia de Salamanca. El párroco de la misma, tenía amistad con algún cargo de un partido político (la Federación Popular Democrática), que a pesar de estar en la órbita democristiana, funcionaba, como tantos en aquel momento, de modo semiclandestino.
En esos días se proyectaba un viaje a Francia de jóvenes militantes españoles pertenecientes a la órbita democristiana. Era una especie de viaje de estudios cuyo objetivo consistía en establecer relaciones con los homólogos del país vecino, efectuando visitas a fábricas, empresas, sindicatos, etc.
La FPD no debía contar con militantes jóvenes por nuestra zona. Por ello el aludido político de dicha federación le sugirió al cura, explorar la posibilidad de que alguno de los jóvenes acólitos que rondábamos por la parroquia, pasáramos por militantes de su formación y fuéramos al viaje proyectado.
Y ahí estaba yo, como uno de los candidatos para embarcarme en aquella empresa. Junto con otra chica, éramos los únicos que disponíamos de los pasaportes actualizados. Había que tomar una decisión rápida y se nos asignaron a ambos todas las papeletas. En un principio yo vacilé ante la propuesta. Nunca fui partidario de significarme como militante de partido alguno, y en todo caso, siempre tuve mayores simpatías hacia aquellos que ideológicamente miran hacia otro lado. Pero la propuesta era tan atrayente... Viajar a Francia, recorrer gran parte de la Normandía, hospedarme en un hotel con todos los gastos pagados, aventurarme a compartir cenas y comer con grandes gerifaltes de la política francesa del momento (de hecho al menos recuerdo una comida con un ministro en el escenario del Mont de Saint-Michel)... Liéme la manta a la cabeza y me dije: “adelante con los faroles”. Y en verdad que éstos los necesité para que me iluminaran en tan dificultosos trances.
Mi compañera de viaje desde el principio me asignó a mí toda la responsabilidad en lo que a la comunicación se refiere. Sería yo el encargado de dar información y las explicaciones que se precisaran sobre cualquier asunto relacionado con aquel evento. Mi función en la vida, de la noche a la mañana, pasó a ser algo así como la de portavoz de la agrupación política a quién supuestamente representábamos. Y ya desde el principio, en el momento que nos encontramos en el tren con los compañeros catalanes, tuve que esforzarme por dar explicaciones de toda índole. Por supuesto que ellos desconocían nuestra falta de implicación con el partido, y que yo sepa, tampoco lo llegaron a averiguar durante la semana que compartimos como afines de un mismo proyecto.
Pero la dificultad mayor me llegó cuando en una entrevista para la prensa regional, la periodista se dirigió a mí para interrogarme sobre la realidad de la FPD en el Oeste de España. Creí que el cielo caía sobre mi cabeza. Yo desconocía absolutamente todo sobre esa formación política. Pero está claro que la política es una cuestión de labia. Y como ésta nunca me ha faltado, improvisé respuestas aferradas a globalidades y generalidades imprecisas y salí airoso de aquel lance. No sé qué pensaría la atractiva rubia que nos habían asignado como intérprete, ni en qué medida mis respuestas satisficieron a la avezada periodista que me interrogaba; pero salí con la convicción de estar a la altura y preparado para defender ya cualquier causa. Seguro que hubiera triunfado si me hubiera dedicado a la política.
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