martes, 28 de febrero de 2017
Artimañas benevolentes
En el noble ejercicio de eludir las situaciones conflictivas o evitar episodios que
provocan temor, valen todas las artimañas. En el día de marras tenía que
enfrentarme a posibles problemas que derivaban del hecho de no haber dado ni
golpe en el estudio. Ante la previsible circunstancia de enfrentarme al
profesorado sin ningún escudo protector que me hiciera salir airoso ante sus
envites, decidí quedarme todo el día en cama. Esgrimí en mi defensa estar
sufriendo graves molestias y dolores de anginas. En realidad no era más que la huida
del cobarde. Me sirvió, sin embargo, para quitarme de encima la predecible
vergüenza del derrotado y tomar impulso para afrontar futuras refriegas.
En el internado, quedarse en la cama enfermo, salvo el
citado aspecto de eludir problemas mayores, no era ningún plato de gusto.
Suponía sufrir el paso de las interminables horas, viviendo enclaustrado en una
penosa soledad. El sopor del aislamiento te predisponía a una irritable
sensación de amargor existencial, como si vivieras flotando en un limbo a
caballo entre la vida y la falta de coexistencia. Periodos interminables de silencio absoluto, inserto en
aquella mayúscula masa que cual castillo encantado representaba Calatrava,
derivaban en una alucinación imprecisa en la que ensoñabas que todos tus
congéneres habían sido tragados por las fauces del castillo. Este silencio
opaco era interrumpido por alguna breve pausa, los cambios de clases, en las
que un lejano murmullo te desperezaba, como si de repente hubiera surgido un
látigo de vida en el desierto inhóspito de la atmósfera flotante que se cernía
sobre tu cabeza. Posteriormente adormilado y semiinconsciente, volvías a
zambullirte en el tedio perpetuo del paso de las horas. Sólo con el final de las clases, lograbas desembarazarte de
esa sensación de estar sumergido en un misterioso clímax de evasión incorpórea.
Comenzaban a llegar la visita de compañeros que te proporcionaban información,
anécdotas y las peripecias relacionadas con el transcurrir de las clases
durante la mañana. Resurgía la vida. Los pasillos, arterias del inmueble, se
repoblaban de alumnos y experimentabas que esa sangre de la vida, transitaba nuevamente
imparable, con la fuerza de un ciclón.
jueves, 23 de febrero de 2017
Qué quedará de nosotros para la posteridad
“He terminado la 3ª evaluación (...), el viernes examen de literatura (...), hoy hemos tenido los de Religión y Matemáticas (...), en Francés me han dado un suficiente (...), he escrito un carta a mi tío...” Referencias cargadas de insignificancia que pueblan mi Diario de aspectos intrascendentes. Releer estas notas tras el paso de tantos años, te produce un efecto de sentimientos ambivalentes. ¿Mereció la pena dejar escritas esas notas con el afán de que pasaran a la posteridad?. Una mirada superficial te hace pensar que lo reflejado no pocos días, en las hojas de esa libreta de rojo descolorido y ajada por el tiempo, apenas si merecieron ser escritas. En realidad poco aportan como información de aquellos momentos en los que estaba viviendo mi adolescencia.
Sin embargo, la importancia reside en que me transportan
a esos momentos y revivo los sentimientos y vivencias como si los contemplara
de cerca, pero con la añadida comprensión que me da la perspectiva del tiempo
vivido. Me veo en la soledad de mi habitación, penetrando el silencio
imperturbable de la noche, zambullido en un sinfín de vivencias de euforias o
desánimos, perturbado por el cúmulo de exámenes que se cernían sobre nuestras
cabezas como espinas punzantes que te estimulaban a la responsabilidad del
estudio, por encima de que lo que te pedía el cuerpo fuera el ocio, el desahogo
y la vida alegre. Y otras veces, henchido de satisfacción y regocijo porque la
vida que se te brindaba estaba cargada de fuerza, entusiasmo, de posibilidades
indefinidas, de felicidad plenificante.
Me vislumbro escribiendo esas notas de forma apurada, al
final del día, con el sopor que ya te va produciendo el sueño y con la firme
resolución, de que no pase ni un día, o como mucho dos, sin que la tinta de mi
bolígrafo deje algún reguero de mi vida cotidiana plasmada en esas hojas, que
hoy contemplo descoloridas.
Hoy se me revelan esos regueros de mi pasado, como la
fuerza de lo insignificantes.
miércoles, 22 de febrero de 2017
EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO
Conocido es, que una de las principales dificultades con las que se encuentra un adolescente, tiene que ver con las capacidades de organizarse, proponerse itinerarios, planificar metas a medio y largo plazo, etc. Al adolescente le mueve el “ya”, “el ahora quiero”, el “me apetece en este momento”. Desde su cabeza y raciocinio no es capaz de darse cuenta de que hay metas que se consiguen con la constancia, el sacrificio, el saber dar tiempo al tiempo, y sobre todo el saber distribuir ese tiempo, dedicando el esfuerzo necesario a cada empresa, en virtud de su respectiva importancia. Pero una cosa es el pensamiento y otra los hechos. Y al final por mucho que aparezcan los buenos deseos prima la tendencia de “lo que me pide el cuerpo”. Y el cuerpo, ya lo sabemos, se deja llevar por las sensaciones placenteras, la ley del mínimo esfuerzo o los reclamos inmediatos Harto de dejarme llevar por esos reclamos, un 6 de marzo de tiempo pasado, luchaba contra el devenir de mis apetencias adolescentes, tratando de poner orden en mi vida. Resolvía planificar mi tiempo de tal modo, que el resultado de mi esfuerzo a medio y largo plazo, no pudiera ser otro que el conseguir las metas de éxito exigidas por el estudio. Que ese era el primordial deber que me mantenía en aquella ilustre institución de internado. Y así me dispuse a distribuir tiempo adecuado a cada materia de las que tenía entre manos, previo el cálculo prorrateado de su dificultad, dividido entre el potencial que yo supuestamente poseía para cada ciencia respectiva...; en fin..., cálculos matemáticos que me hicieran llegar a la ecuación perfecta para conseguir el máximo nivel de rendimiento. Y así de esta guisa, derroché todo el día aprovechable, en una planificación imposible. De entrada, supuso, que en la práctica no hiciera nada. Aunque mucho me divirtió. Que en materia de divertimento nunca hay malos momentos. Pero también me ha quedado una sensación de fracaso y ahora me encuentro en busca del tiempo perdido
martes, 21 de febrero de 2017
Fragmento de mi novela "En el filo de la guadaña"
Octubre daba sus últimos latidos. El invierno se acercaba
como opaca sombra, con su crudo látigo. Obscurecido el sol, las campanas
llamaban fúnebres a la Novena de Animas. Los hombres formaban corros en el
atrio de la Iglesia esperando la última llamada, charlando de las incidencias
de la sementera, y las mujeres cruzaban diligentes el pórtico de la Casa del
Señor. Con la entrada de los hombres, el señor cura daba comienzo a sus rezos
deshojando las cuentas del rosario. Seguía la letanía, la novena y predicación.
Desde el púlpito esforzaba su voz cansina poniendo acento a sus palabras y
gestos de garabatos trazados en el aire con sus manos temblorosas. El pueblo
escuchaba con terror y misterio la disertación del sacerdote que ponía de
manifiesto los tormentos que algunas almas pasaban en el Purgatorio. Los
hombres, con sus chaquetas raídas y boina entre las manos, ocupaban los
asientos traseros e imaginaban un gran salón negro iluminado por llamas que no
destruyen, pero que abrasan a sus víctimas
lo que hay que imaginarse—. Algunas mujeres no seguían el sermón, que es el
mismo de otros años, y mueven los labios siseando jaculatorias. Los chavales,
distraídos, esperaban anhelantes que el viejo sacristán rompiera entre lamentos
con el “Rompe, rompe mis cadenas”, canción fúnebre que marcaría el fin de la
consuetudinaria ceremonia
jueves, 16 de febrero de 2017
En el arrullo de la noche
Finalizada la
jornada escolar y social de cada día, nos retirábamos a nuestros aposentos con
la resolución de aplicarnos al descanso, siempre merecido, porque toda persona
necesita y merece su descanso, independientemente del provecho que del día haya
obtenido. Ese 5 de marzo, consideraba yo, que no había sido de mucho rédito. Y
así llegaba a la habitación, más bien cabizbajo, con cierto malhumor y
repudiando el Finalizada la jornada escolar y social de
cada día, nos retirábamos a nuestros aposentos con la resolución de aplicarnos
al descanso, siempre merecido, porque toda persona necesita y merece su
descanso, independientemente del provecho que del día haya obtenido. Ese 5 de
marzo, consideraba yo, que no había sido de mucho rédito. Y así llegaba a la
habitación, más bien cabizbajo, con cierto malhumor y repudiando el día
siguiente, que a todas luces prometía ser de complejos obstáculos escolares. Lo
apropiado en esas circunstancias era desnudarse, ponerse el pijama, limpiarse
los dientes e introducir el cuerpo bajo el reclamo de las sábanas. Pero el
hecho de tener sentimientos de derrota, no iba anejo en mí, a hundirme en el
catre sin encomendarme a Dios ni al diablo. Más bien, el desánimo
experimentado, me proporcionaba una coartada
para solazarme en la contemplación arrebatadora de la noche. Y así, me
acercaba a la ventana, exponía medio cuerpo fuera de ella, presentía el espacio
despoblado del patio de nuestros juegos y aspiraba con deleite las sensaciones
inagotables del enigmático anochecer.
Ese zambullirse durante horas, en la noche
que quedaba fuera, entre el sortilegio de las luces de la ciudad, que tenía su
cenit en el deslumbrante embrujo de la Catedral iluminada, suponía un bálsamo
delicioso para mi espíritu lacerado.
Hubo otros tiempos, dos o tres años atrás,
en los que la ventana que hoy me habría el horizonte de la noche, fue cauce de
relación, juegos e intercambios verbales con los compañeros de curso. Nos
permutábamos mensajes, nos “punzábamos” unos a otros, cantábamos canciones de
actualidad, relatábamos chistes y organizábamos tertulias entre los compañeros
que habitábamos en las habitaciones colindantes. Visto desde el patio aquello
podría semejarse a un enjambre de cabezas parlantes que afloraban de repente en
la oscuridad, en el momento de ser enviados, por el superior de turno, a
sumirnos en el sueño y no precisamente en el de Morfeo. Cuando el murmullo
alcanzaba cuotas de sensible elevación, era frecuente que fuéramos sorprendidos
por alguno de los responsables y ganarnos una reprimenda o pasar a engrosar la
fila de castigados.
Una de esas noches me encontraba en estado
de especial excitación. Había convenido con uno de mis colegas en animar el
corrillo desde mi habitación y éste estaba conmigo dentro. Me asomé a la
ventana y comencé a llamar al personal, emulando la famosa serie televisiva que
hacía furor por aquellos tiempo, “Viaje al fondo del mar”: ¡
“Aereosub llamando al Seaview”!,¡ “Aereosub llamando al Seaview”!,¡
“Aereosub llamando al Seaview”!., sintiéndome el marinero Kowalski de
la serie.; y mi volumen de voz iba progresivamente en aumento.
Paulatinamente las ventanas se iban repoblando de cabezas que me seguían la
corriente configurando un happening bullicioso. En un determinado momento me
percaté de que una sombra, a mi lado izquierdo, estaba compartiendo la
aventura. Deduje, dado que la oscuridad no permitía entrar en detalles, que se
trataba de mi compañero que se unía a la fiesta. Pero girando la cabeza hacia
la derecha, pude darme cuenta que había otra sombra en la habitación. Ésta era la
de mi compañero que se esforzaba con gestos, en hacerme comprender que quien
estaba a mi izquierda era un “alienígena” que no formaba parte de nuestro
submarino. Era don Eusebio que había entrado sigilosamente y trataba de fichar
a todo personaje que asomaba la testuz. Terminado su acopio de nombres
protagonistas, se dirigió a mí dándome un capón, y me mandó a la cama con la
promesa de proporcionarme un castigo más severo, como complemento.
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