Era el de latín, un profesor del que podría decirse que se reía de su propia sombra. Y tenía; y mucha. Socarrón, de expresión entre despistada y arrogante, con mirada de intriga, portaba un cigarro de Caldo entre los labios como un acento con tilde para enfatizar su catadura. Transmitía una difusa sensación de intriga y malevolencia pérfida. Si te detenías en su contemplación identificabas en él la aureola añeja de quien lleva a la espalda el latín sempiterno. Aureola que realzaba con su atuendo; una sotana ceñida a sus carnes, como si hubiera sido implantada para la eternidad.
He de aclarar, que en aquel tiempo, la sotana había pasado ya a mejor vida. Era el único que en el escenario de nuestro colegio se atrevía a mantenerla como símbolo de sus decisiones inmutables. Cuentas las malas lenguas que obedecía tal decisión a una apuesta que había hecho con sus colegas en los albores del aperturismo conciliar de los años 60. Y doy fe de que, hasta hace bien poco, mantenía aún su determinación, supongo que más en momentos eclesiales que sepultaron, en gran medida, aquel soplo de aire fresco del Vaticano II. Hace no mucho tiempo,en mis escapadas a Salamanca, todavía tuve la oportunidad de contemplar su erguida figura, paseando por las calles de la ciudad. Y me deleité en esa imagen, con la sensación de que en él, como en tantos rincones de la añorada “Roma la chica”, se había detenido el tiempo.
Ante las clases de latín nos sumergíamos en un clima de “tensión contenida”. No sólo por la fascinación que nuestro profesor nos contagiaba, sino también por el clima suscitado y la didáctica empleada por el referido instructor. Llegábamos a la contienda con la seguridad de ser examinados en profundidad respecto al dominio y manejo de aquella “lengua muerta”, a la que nosotros jamás habíamos experimentado tan viva.
Entraba el profesor, todos nos levantábamos y rezábamos una plegaria. Para él, era el toque de salida a la función estelar que iba a reproducir. Para nosotros, la súplica dirigida a lo más alto, implorando pasar desapercibidos, o al menos, no ser actores principales de aquel teatro en el que todos los días se producían víctimas.
Nos sentábamos y agachábamos la cerviz como corderos llevados al matadero. Teníamos la dudosa convicción de que si no dábamos la cara, ésta se vería libre de sufrir el sonrojo ante las inoportunas preguntas o demandas que se vinieran encima. Y el director de orquesta comenzaba pausadamente con su liturgia y puesta en escena. Sacaba su petaca, elaboraba cuidadosamente el tabaco de picadura (su inseparable caldo), acariciaba entre sus manos el mechero de piedra y le proporcionaba varios golpes a la ruedecilla para que surgieran las chispas incandescentes que terminarían por encender el apetecido cigarro.
Se respiraba el silencio tenso, cuando terminado su ceremonial, el profesor proyectaba con su mirada un barrido rápido y suspicaz por todo el tendido. Silencio que se rompía cuando el ilustre docente decidía centrar su atención en uno cualquiera de su alumnado. Todos los demás respirábamos aliviados. Había pasado ese momento de excitación. Incluso se producía una relajación placentera. Frecuentemente se prolongaba con risas y jolgorio ante los comentarios pícaros, juegos de palabras, anécdotas divertidas, etc., que el profesor traía a colación cuando las respuestas del alumno-víctima eran erróneas o defectuosas.
En la clase iniciábamos el curso colocados por orden de lista. Pero ese orden apenas duraba un día, ya que ese acomodo se iba estableciendo en función del mayor o menor conocimiento que del latín tuviéramos cada uno. Para ello el profesor lanzaba preguntas o planteaba cuestiones al alumno que ocupaba el primer lugar, si éste fallaba, la cuestión pasaba al siguiente; si no resolvía el dilema, quién le seguía era el que tenía que dar respuesta; y así se continuaba hasta que llegaba el alumno que daba con la solución correcta. Entonces el profesor exclamaba a voz en grito dirigiéndose al alumno aventajado; “¡Pásalos, por bobos!”. Y éste adelantaba en puestos a aquellos que habían fallado.
En honor a la verdad debo decir que a pesar de la tensión las clases de latín eran de lo más entretenido. Era imposible aburrirse. El dinamismo y excitación creados por nuestro profesor las convertían en una especie de teatro donde todos tomábamos parte, implicados en lo más profundo. Incluso cuando dábamos la callada por respuesta. Parece que aún estoy viviendo aquel momento en el que dirigiendo una determinada pregunta a un querido compañero del pueblo salmantino de EJEME, éste, no sabiendo qué responder, permanecía en un mutismo absoluto. Nuestro querido profesor, simulando ocupar el puesto del aludido, y exhibiendo la típica sonrisa picarona, rompió el silencio diciendo: “deeeeEJEME, señor, deeeeeEJEME, señor, deeeeeEJEME, señor” .
No sé si aquellas pedagogías eran las idóneas, pero sí estoy seguro que en ellas se ponía alma, corazón y vida. Era imposible quedar al margen.
viernes, 27 de enero de 2017
jueves, 26 de enero de 2017
Notas con duende
Llegaban las evaluaciones y todo se transformaba en una vorágine de asignaturas desplegadas ante ti como retos y obstáculos desmedidos. Los exámenes se agolpaban en un puño. La distribución del tiempo pertinente a cada asignatura, se me representaba como el quehacer del equilibrista, en su afán de hacer rotar a una serie de platos sobre sus respectivos ejes, inyectándole la fuerza precisa para que ninguno caiga al suelo haciéndose pedazos, dedicándole la atención pormenorizada a cada uno, y a la vez, sin perder de vista el funcionamiento de todo el conjunto.
Sin embargo el esfuerzo y la energía invertida en tal empresa, solía tener la recompensa con la llegada de las notas. Mi aspiración consistía en poder conseguir una valoración de notable hacia arriba. Generalmente lo conseguía. Era entonces cuando se adueñaba de mí un regocijo vibrante, como si los estímulos transmitidos por el mundo circundante se revelaran preñados de fantasía.
Oyendo desgranar mis notas al tutor del curso, sentía sobre mi sien los arpegios vibrantes de guitarra española. Y si algún profesor entregaba los folios corregidos del examen, con la nota destacada en tinta roja, ésta, en una metamorfosis mágica, se transformaba en duende. El 7 representaba unas tintineantes campanillas; el 8 un duende zigzagueante que te hacía cosquillas en el paladar; el 9 una atractiva sirena que provocaba a salir tras ella, mientras te salpicaba, con su cola, del agua cristalina donde se sumergía, y el 10 un hada deslumbrante que te transportaba de la mano a un mundo de colores y ensueños.
Eran notas cargadas de duende. Era inyección de autoestima para proyectarte en la vida.
martes, 24 de enero de 2017
Espejismos
Como aquella canción que decía: "me paso muy buenos ratos, echando pan a los patos" me pasaba largos espacios de tiempo en el parque salmantino de La Alamedilla. No echaba pan a los patos, pero sí los contemplaba ensimismado, cómo nadaban en las aguas apacibles del estanque.
La Alamedilla se me presentaba en ese tiempo de estrenada juventud, como un espacio ecológico para el regocijo calmado. Disfrutaba del frescor que transmitían sus árboles centenarios, de la serenidad que proyectaba el silencio, en las horas menos frecuentadas por los paseantes. Me deleitaba en la compañía de los animales acuáticos y de las aves que proporcionaban un tinte exótico a aquel escenario. Y me obnubilaba, no podía ser menos, con el colorido, que te impregnaba en tus emociones y sentimientos, aquellas jovencitas acicaladas con sus atuendos adolescentes, resplandecientes ante mis ojos como hadas relucientes y festivas. ¡Cuántas horas invertidas en esa zona, corazón de Salamanca, ensueño del pasado!. Sentado en cualquiera de sus bancos, con un cuadernillo entre las manos, recogía los pensamientos que surgían a borbotones en mi cabeza. Componía canciones y poemas que quedaban, diseminadas en las hojas del cuadernillo, como regueros y huellas que fueron poblando mi historia de espejismos.Ahora, cuando vuelves la vista atrás, sientes que fueron pompas de jabón que se deshicieron en el aire. Pero guardas la hermosura de esos momentos como alhajas depositadas en el joyero del alma.
La Alamedilla se me presentaba en ese tiempo de estrenada juventud, como un espacio ecológico para el regocijo calmado. Disfrutaba del frescor que transmitían sus árboles centenarios, de la serenidad que proyectaba el silencio, en las horas menos frecuentadas por los paseantes. Me deleitaba en la compañía de los animales acuáticos y de las aves que proporcionaban un tinte exótico a aquel escenario. Y me obnubilaba, no podía ser menos, con el colorido, que te impregnaba en tus emociones y sentimientos, aquellas jovencitas acicaladas con sus atuendos adolescentes, resplandecientes ante mis ojos como hadas relucientes y festivas. ¡Cuántas horas invertidas en esa zona, corazón de Salamanca, ensueño del pasado!. Sentado en cualquiera de sus bancos, con un cuadernillo entre las manos, recogía los pensamientos que surgían a borbotones en mi cabeza. Componía canciones y poemas que quedaban, diseminadas en las hojas del cuadernillo, como regueros y huellas que fueron poblando mi historia de espejismos.Ahora, cuando vuelves la vista atrás, sientes que fueron pompas de jabón que se deshicieron en el aire. Pero guardas la hermosura de esos momentos como alhajas depositadas en el joyero del alma.
lunes, 23 de enero de 2017
Competición
Sonaban a todo volumen canciones festivas en el patio del colegio. Un gran bafle, que colgaba de la habitación de uno de los superiores, orientado hacia las canchas de baloncesto, amplificaba la música contenida en vinilos de la época. Los primeros albores de la mañana del sábado nos saludaban con esa atmósfera imantada de un atrayente proximidad de competiciones deportivas.
El patio se iba poblando lentamente de algunos rostros conocidos y muchos desconocidos; alumnos de otros colegios que venían a competir, chicas acompañantes, o espontáneas atraídas por el ambiente que teñían el escenario de un colorido inusual. Despertaban en nosotros vibraciones de gozo contenido. También llegaban familiares que, aprovechando el paréntesis del fin de semana, se acercaban a estar con sus hijos con el afán de pasar la jornada juntos.
El colegio se transformaba en fiesta, esos sábados de enfrentamientos deportivos, de liguillas escolares que se celebraban en la hermosa y embrujada ciudad de Salamanca. El ambiente se cargaba de animación en las pistas de minibasket, baloncesto, balonmano y en el campo de fútbol. Había gritos, algarabía, tensión controlada; alegría y regocijo cuando los nuestros ganaban, y, como no, frustración y tristeza cuando eran derrotados por los rivales deportivos. Ese 24 de febrero nuestro internado se enfrentó a los Agustinos en competición futbolística. Y ganaron los nuestros. Me dejó esa circunstancia un sabor agridulce. La victoria me había producido satisfacción, pero me hubiera gustado ser convocado por el entrenador (Álvaro) al partido. A veces no lo hacía porque me reservaba para participar en las carreras de “campo a través” (competiciones de atletismo a las afueras de la ciudad, entre barrizales y terreno abrupto), que tenían lugar las mañanas de domingo. Siempre tuve predilección por el fútbol, pero para éste había muchos más candidatos, mientras que los que teníamos condiciones para someternos a esas carreras de dureza infernal (tal vez el paso del tiempo me haga magnificar las circunstancias) se contaban con los dedos de una mano. Y no se podía estar en todas la batallas. Creo que esto ha marcado un poco mi sino a lo largo de los años. Por querer estar en todo, en no pocas ocasiones me he sorprendido asomado al brocal del pozo de la nada... (quizá también esto sea una exageración, y no debida al paso del tiempo)
El colegio se transformaba en fiesta, esos sábados de enfrentamientos deportivos, de liguillas escolares que se celebraban en la hermosa y embrujada ciudad de Salamanca. El ambiente se cargaba de animación en las pistas de minibasket, baloncesto, balonmano y en el campo de fútbol. Había gritos, algarabía, tensión controlada; alegría y regocijo cuando los nuestros ganaban, y, como no, frustración y tristeza cuando eran derrotados por los rivales deportivos. Ese 24 de febrero nuestro internado se enfrentó a los Agustinos en competición futbolística. Y ganaron los nuestros. Me dejó esa circunstancia un sabor agridulce. La victoria me había producido satisfacción, pero me hubiera gustado ser convocado por el entrenador (Álvaro) al partido. A veces no lo hacía porque me reservaba para participar en las carreras de “campo a través” (competiciones de atletismo a las afueras de la ciudad, entre barrizales y terreno abrupto), que tenían lugar las mañanas de domingo. Siempre tuve predilección por el fútbol, pero para éste había muchos más candidatos, mientras que los que teníamos condiciones para someternos a esas carreras de dureza infernal (tal vez el paso del tiempo me haga magnificar las circunstancias) se contaban con los dedos de una mano. Y no se podía estar en todas la batallas. Creo que esto ha marcado un poco mi sino a lo largo de los años. Por querer estar en todo, en no pocas ocasiones me he sorprendido asomado al brocal del pozo de la nada... (quizá también esto sea una exageración, y no debida al paso del tiempo)
viernes, 20 de enero de 2017
El rosco
Fuimos la 2ª generación que en nuestro internado tuvo la oportunidad de elegir el itinerario de Ciencias. Anteriormente sólo había habido una opción, las letras. Empaparse en latines y griegos era la base para acceder a estudios eclesiásticos. Pero ya en la anterior, y en nuestra promoción, nos habían inculcado la idea de dotarnos de una preparación generalista, que nos abriera perspectivas, y que no nos cerrara puertas para optar a carreras hacia las que nos sintiéramos atraídos.
Fue por ello que muchos de nosotros vimos que la opción de Ciencias nos situaba en posición más ventajosa respecto a las posibilidades que brindaba el futuro. Y optamos por dicho itinerario.
La química tuvo desde entonces una relevancia sustancial en nuestro corpus académico. Nuestro profesor de química era un docente de los pies a la cabeza. Sobre todo de la cabeza, porque tenía dimensiones desproporcionadas, o al menos así yo lo apreciaba desde mi puesto de estudiante en la cuarta fila de las mesas de alumnado. Y también porque en su cerebro albergaba todo el saber de las ciencias químicas que podían conocerse. Eso creíamos. ¿O acaso podía existir algún compuesto, fórmula de mezclas del Sistema periódico o dominio sobre probetas y alambiques que pudieran no estar bajo su dominio? Sus explicaciones solían ser claras e instructivas y nos exigía un estudio riguroso y constante. Sin embargo se mostraba ante nuestros ojos como un tipo frío y displicente. Era como una metáfora de las ciencias puras, muy lejanas de nosotros, y ocupando un espacio de la realidad que se nos antojaba reservado a los sabios y los genios. El profesor entraba en clase y ocupaba su tarima sumido en un semblante impersonal que se acentuaba en su rostro inescrutable. Sin un gesto que pudiera determinar si ese día venía de buen o mal humor. No necesitaba mandar silencio, a pesar de la algarabía que en el momento de su llegada reinaba en la clase. Su sola presencia garantizaba el silencio y la disciplina más escrupulosa. Con frecuencia preguntaba la lección que había explicado en la anterior clase. La preguntaba a alumnos escogidos al azar. Utilizaba para ello la libreta donde figuraban todos nuestros nombres con sus respectivas evaluaciones. Un nombre en cada hoja. Abría la libreta por cualquier parte, y el nombre que aparecía ante su vista era el condenado a someterse a sus preguntas de sanedrín. Si el alumno sorprendido por el azar, ante la pregunta a la que le estaban sometiendo, permanecía mudo, sin dar vestigios de tener alguna respuesta, nuestro profesor esbozaba un cierto mohín, como si en lo más profundo escondiera una sonrisa endiablada; y fingiendo una respuesta ficticia puesta en en los labios del condenado, expresaba en alta voz: “no me preguntéis a mí que soy ignorante, doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. Acto seguido,hacía una reverencia ante su libreta y trazaba sobre la hoja del condenado un dibujo inequívoco, un círculo que se esforzaba en destacar ampulosamente, redondeándolo con profusión, en un gesto que prolongaba durante varios segundos para que todos tuviéramos la evidencia de que, con saña, estaba marcando un rosco.
La química tuvo desde entonces una relevancia sustancial en nuestro corpus académico. Nuestro profesor de química era un docente de los pies a la cabeza. Sobre todo de la cabeza, porque tenía dimensiones desproporcionadas, o al menos así yo lo apreciaba desde mi puesto de estudiante en la cuarta fila de las mesas de alumnado. Y también porque en su cerebro albergaba todo el saber de las ciencias químicas que podían conocerse. Eso creíamos. ¿O acaso podía existir algún compuesto, fórmula de mezclas del Sistema periódico o dominio sobre probetas y alambiques que pudieran no estar bajo su dominio? Sus explicaciones solían ser claras e instructivas y nos exigía un estudio riguroso y constante. Sin embargo se mostraba ante nuestros ojos como un tipo frío y displicente. Era como una metáfora de las ciencias puras, muy lejanas de nosotros, y ocupando un espacio de la realidad que se nos antojaba reservado a los sabios y los genios. El profesor entraba en clase y ocupaba su tarima sumido en un semblante impersonal que se acentuaba en su rostro inescrutable. Sin un gesto que pudiera determinar si ese día venía de buen o mal humor. No necesitaba mandar silencio, a pesar de la algarabía que en el momento de su llegada reinaba en la clase. Su sola presencia garantizaba el silencio y la disciplina más escrupulosa. Con frecuencia preguntaba la lección que había explicado en la anterior clase. La preguntaba a alumnos escogidos al azar. Utilizaba para ello la libreta donde figuraban todos nuestros nombres con sus respectivas evaluaciones. Un nombre en cada hoja. Abría la libreta por cualquier parte, y el nombre que aparecía ante su vista era el condenado a someterse a sus preguntas de sanedrín. Si el alumno sorprendido por el azar, ante la pregunta a la que le estaban sometiendo, permanecía mudo, sin dar vestigios de tener alguna respuesta, nuestro profesor esbozaba un cierto mohín, como si en lo más profundo escondiera una sonrisa endiablada; y fingiendo una respuesta ficticia puesta en en los labios del condenado, expresaba en alta voz: “no me preguntéis a mí que soy ignorante, doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. Acto seguido,hacía una reverencia ante su libreta y trazaba sobre la hoja del condenado un dibujo inequívoco, un círculo que se esforzaba en destacar ampulosamente, redondeándolo con profusión, en un gesto que prolongaba durante varios segundos para que todos tuviéramos la evidencia de que, con saña, estaba marcando un rosco.
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