Fuimos la 2ª generación que en nuestro internado tuvo la oportunidad de elegir el itinerario de Ciencias. Anteriormente sólo había habido una opción, las letras. Empaparse en latines y griegos era la base para acceder a estudios eclesiásticos. Pero ya en la anterior, y en nuestra promoción, nos habían inculcado la idea de dotarnos de una preparación generalista, que nos abriera perspectivas, y que no nos cerrara puertas para optar a carreras hacia las que nos sintiéramos atraídos.
Fue por ello que muchos de nosotros vimos que la opción de Ciencias nos situaba en posición más ventajosa respecto a las posibilidades que brindaba el futuro. Y optamos por dicho itinerario.
La química tuvo desde entonces una relevancia sustancial en nuestro corpus académico.
Nuestro profesor de química era un docente de los pies a la cabeza. Sobre todo de la cabeza, porque tenía dimensiones desproporcionadas, o al menos así yo lo apreciaba desde mi puesto de estudiante en la cuarta fila de las mesas de alumnado. Y también porque en su cerebro albergaba todo el saber de las ciencias químicas que podían conocerse. Eso creíamos. ¿O acaso podía existir algún compuesto, fórmula de mezclas del Sistema periódico o dominio sobre probetas y alambiques que pudieran no estar bajo su dominio? Sus explicaciones solían ser claras e instructivas y nos exigía un estudio riguroso y constante. Sin embargo se mostraba ante nuestros ojos como un tipo frío y displicente. Era como una metáfora de las ciencias puras, muy lejanas de nosotros, y ocupando un espacio de la realidad que se nos antojaba reservado a los sabios y los genios.
El profesor entraba en clase y ocupaba su tarima sumido en un semblante impersonal que se acentuaba en su rostro inescrutable. Sin un gesto que pudiera determinar si ese día venía de buen o mal humor. No necesitaba mandar silencio, a pesar de la algarabía que en el momento de su llegada reinaba en la clase. Su sola presencia garantizaba el silencio y la disciplina más escrupulosa. Con frecuencia preguntaba la lección que había explicado en la anterior clase. La preguntaba a alumnos escogidos al azar. Utilizaba para ello la libreta donde figuraban todos nuestros nombres con sus respectivas evaluaciones. Un nombre en cada hoja. Abría la libreta por cualquier parte, y el nombre que aparecía ante su vista era el condenado a someterse a sus preguntas de sanedrín.
Si el alumno sorprendido por el azar, ante la pregunta a la que le estaban sometiendo, permanecía mudo, sin dar vestigios de tener alguna respuesta, nuestro profesor esbozaba un cierto mohín, como si en lo más profundo escondiera una sonrisa endiablada; y fingiendo una respuesta ficticia puesta en en los labios del condenado, expresaba en alta voz: “no me preguntéis a mí que soy ignorante, doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. Acto seguido,hacía una reverencia ante su libreta y trazaba sobre la hoja del condenado un dibujo inequívoco, un círculo que se esforzaba en destacar ampulosamente, redondeándolo con profusión, en un gesto que prolongaba durante varios segundos para que todos tuviéramos la evidencia de que, con saña, estaba marcando un rosco.
viernes, 20 de enero de 2017
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