viernes, 27 de enero de 2017

De latín sempiterno

Era el de latín, un profesor del que podría decirse que se reía de su propia sombra. Y tenía; y mucha. Socarrón, de expresión entre despistada y arrogante, con mirada de intriga, portaba un cigarro de Caldo entre los labios como un acento con tilde para enfatizar su catadura. Transmitía una difusa sensación de intriga y malevolencia pérfida. Si te detenías en su contemplación identificabas en él la aureola añeja de quien lleva a la espalda el latín sempiterno. Aureola que realzaba con su atuendo; una sotana ceñida a sus carnes, como si hubiera sido implantada para la eternidad.
He de aclarar, que en aquel tiempo, la sotana había pasado ya a mejor vida. Era el único que en el escenario de nuestro colegio se atrevía a mantenerla como símbolo de sus decisiones inmutables. Cuentas las malas lenguas que obedecía tal decisión a una apuesta que había hecho con sus colegas en los albores del aperturismo conciliar de los años 60. Y doy fe de que, hasta hace bien poco, mantenía aún su determinación, supongo que más en momentos eclesiales que sepultaron, en gran medida, aquel soplo de aire fresco del Vaticano II. Hace no mucho tiempo,en mis escapadas a Salamanca, todavía tuve la oportunidad de contemplar su erguida figura, paseando por las calles de la ciudad. Y me deleité en esa imagen, con la sensación de que en él, como en tantos rincones de la añorada “Roma la chica”, se había detenido el tiempo. Ante las clases de latín nos sumergíamos en un clima de “tensión contenida”. No sólo por la fascinación que nuestro profesor nos contagiaba, sino también por el clima suscitado y la didáctica empleada por el referido instructor. Llegábamos a la contienda con la seguridad de ser examinados en profundidad respecto al dominio y manejo de aquella “lengua muerta”, a la que nosotros jamás habíamos experimentado tan viva. Entraba el profesor, todos nos levantábamos y rezábamos una plegaria. Para él, era el toque de salida a la función estelar que iba a reproducir. Para nosotros, la súplica dirigida a lo más alto, implorando pasar desapercibidos, o al menos, no ser actores principales de aquel teatro en el que todos los días se producían víctimas. Nos sentábamos y agachábamos la cerviz como corderos llevados al matadero. Teníamos la dudosa convicción de que si no dábamos la cara, ésta se vería libre de sufrir el sonrojo ante las inoportunas preguntas o demandas que se vinieran encima. Y el director de orquesta comenzaba pausadamente con su liturgia y puesta en escena. Sacaba su petaca, elaboraba cuidadosamente el tabaco de picadura (su inseparable caldo), acariciaba entre sus manos el mechero de piedra y le proporcionaba varios golpes a la ruedecilla para que surgieran las chispas incandescentes que terminarían por encender el apetecido cigarro. Se respiraba el silencio tenso, cuando terminado su ceremonial, el profesor proyectaba con su mirada un barrido rápido y suspicaz por todo el tendido. Silencio que se rompía cuando el ilustre docente decidía centrar su atención en uno cualquiera de su alumnado. Todos los demás respirábamos aliviados. Había pasado ese momento de excitación. Incluso se producía una relajación placentera. Frecuentemente se prolongaba con risas y jolgorio ante los comentarios pícaros, juegos de palabras, anécdotas divertidas, etc., que el profesor traía a colación cuando las respuestas del alumno-víctima eran erróneas o defectuosas.
En la clase iniciábamos el curso colocados por orden de lista. Pero ese orden apenas duraba un día, ya que ese acomodo se iba estableciendo en función del mayor o menor conocimiento que del latín tuviéramos cada uno. Para ello el profesor lanzaba preguntas o planteaba cuestiones al alumno que ocupaba el primer lugar, si éste fallaba, la cuestión pasaba al siguiente; si no resolvía el dilema, quién le seguía era el que tenía que dar respuesta; y así se continuaba hasta que llegaba el alumno que daba con la solución correcta. Entonces el profesor exclamaba a voz en grito dirigiéndose al alumno aventajado; “¡Pásalos, por bobos!”. Y éste adelantaba en puestos a aquellos que habían fallado. En honor a la verdad debo decir que a pesar de la tensión las clases de latín eran de lo más entretenido. Era imposible aburrirse. El dinamismo y excitación creados por nuestro profesor las convertían en una especie de teatro donde todos tomábamos parte, implicados en lo más profundo. Incluso cuando dábamos la callada por respuesta. Parece que aún estoy viviendo aquel momento en el que dirigiendo una determinada pregunta a un querido compañero del pueblo salmantino de EJEME, éste, no sabiendo qué responder, permanecía en un mutismo absoluto. Nuestro querido profesor, simulando ocupar el puesto del aludido, y exhibiendo la típica sonrisa picarona, rompió el silencio diciendo: “deeeeEJEME, señor, deeeeeEJEME, señor, deeeeeEJEME, señor” . No sé si aquellas pedagogías eran las idóneas, pero sí estoy seguro que en ellas se ponía alma, corazón y vida. Era imposible quedar al margen.

1 comentario:

  1. Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? no se me olvida... me tocó traducirla...y el nerviosismo...Catilina por Catalina...!que dia por Diosss!

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