Sonaban a todo volumen canciones festivas en el patio del colegio. Un gran bafle, que colgaba de la habitación de uno de los superiores, orientado hacia las canchas de baloncesto, amplificaba la música contenida en vinilos de la época. Los primeros albores de la mañana del sábado nos saludaban con esa atmósfera imantada de un atrayente proximidad de competiciones deportivas.
El patio se iba poblando lentamente de algunos rostros conocidos y muchos desconocidos; alumnos de otros colegios que venían a competir, chicas acompañantes, o espontáneas atraídas por el ambiente que teñían el escenario de un colorido inusual. Despertaban en nosotros vibraciones de gozo contenido. También llegaban familiares que, aprovechando el paréntesis del fin de semana, se acercaban a estar con sus hijos con el afán de pasar la jornada juntos.
El colegio se transformaba en fiesta, esos sábados de enfrentamientos deportivos, de liguillas escolares que se celebraban en la hermosa y embrujada ciudad de Salamanca. El ambiente se cargaba de animación en las pistas de minibasket, baloncesto, balonmano y en el campo de fútbol. Había gritos, algarabía, tensión controlada; alegría y regocijo cuando los nuestros ganaban, y, como no, frustración y tristeza cuando eran derrotados por los rivales deportivos.
Ese 24 de febrero nuestro internado se enfrentó a los Agustinos en competición futbolística. Y ganaron los nuestros. Me dejó esa circunstancia un sabor agridulce. La victoria me había producido satisfacción, pero me hubiera gustado ser convocado por el entrenador (Álvaro) al partido. A veces no lo hacía porque me reservaba para participar en las carreras de “campo a través” (competiciones de atletismo a las afueras de la ciudad, entre barrizales y terreno abrupto), que tenían lugar las mañanas de domingo. Siempre tuve predilección por el fútbol, pero para éste había muchos más candidatos, mientras que los que teníamos condiciones para someternos a esas carreras de dureza infernal (tal vez el paso del tiempo me haga magnificar las circunstancias) se contaban con los dedos de una mano. Y no se podía estar en todas la batallas. Creo que esto ha marcado un poco mi sino a lo largo de los años. Por querer estar en todo, en no pocas ocasiones me he sorprendido asomado al brocal del pozo de la nada... (quizá también esto sea una exageración, y no debida al paso del tiempo)
lunes, 23 de enero de 2017
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