martes, 7 de marzo de 2017

Efluvios de membrillo


Me estrenaba esos días como responsable de economía del Club de Excursionista Calatrava (CEC) y en este sábado primaveral, parece ser, que dediqué gran parte de la mañana a realizar cuentas. No creo que fuera especialmente complicado, pocos eran los ahorros que había que gestionar. Pero el asunto de presupuestos y la decoración del local que nos habían puesto a disposición para uso del grupo, me ocupó la mañana por completo.
Fue un día también dedicado a asuntos familiares. Visitas a un hermano (José Luis) que estudiaba Formación Profesional en el “Rodríguez Fabrés”, a un tío enfermo (mi tío Tomás) que trataba de superar una nefasta enfermedad en el Ambulatorio; y también, a realizar la tarea de envío al pueblo de la “muda”. No era ésta una mujer impedida de la facultad del habla. Se trataba de la ropa sucia que semanalmente enviábamos a la casa de nuestra familia. Nuestras madres realizaban la colada correspondiente y el lunes o martes nos devolvían el envío con la ropa limpia. Entre la ropa solía llegar alguna carta, notas en las que proliferaban manifestaciones de ternura, signos de apego, a veces dinero; y algunas pitanzas de pueblo, que nos servían de complemento a la alimentación y fortalecían vínculos de añoranza, conectados al hogar del que estábamos puntualmente lejanos.

La “muda” hacía el camino de ida y vuelta en una bolsa de tela, tipo petate, que llevaba inscrito nuestro nombre y la dirección de la villa de procedencia. El intercambio se realizaba, al menos en mi caso, a través de la “Serrana” o “coche de línea” que efectuaba el trayecto diario entre el pueblo y la ciudad, y viceversa. Me encargaba yo de llevarla los sábados a la estación de autobuses, pero no recuerdo con exactitud quien se encargaba de transportarla desde la estación hasta nuestro internado. Probablemente fuera el portero de nuestra institución, el señor Juan, personaje infatigable sobre el que recaían diversas funciones. A principios de semana nos dirigíamos a la portería y en un local contiguo colgaban, como jamones suspendidos en sendos garfios, las bolsa de las “mudas”. Las recogíamos y nos apresurábamos hacia nuestra habitación con la excitación propia de quien espera encontrar entre las pulcras ropas las muestras de algún tesoro. Uno de mis tesoros favoritos estaba relacionado con la fruta. Era el membrillo. Me enviaban membrillos en la época en que la fruta estaba en pleno esplendor, con frecuencia hacia la festividad de los Santos. La bolsa arrojaba un extraordinario aroma. Distribuía los membrillos por toda la habitación, entre los entresijos de la ropa, y el efluvio permanecía durante tiempo prolongado como signo de presencia de la familia ausente. 

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