Me estrenaba esos días como responsable de economía del Club
de Excursionista Calatrava (CEC) y en este sábado primaveral, parece ser, que
dediqué gran parte de la mañana a realizar cuentas. No creo que fuera
especialmente complicado, pocos eran los ahorros que había que gestionar. Pero
el asunto de presupuestos y la decoración del local que nos habían puesto a
disposición para uso del grupo, me ocupó la mañana por completo.
Fue un día también dedicado a asuntos familiares. Visitas a
un hermano (José Luis) que estudiaba Formación Profesional en el “Rodríguez
Fabrés”, a un tío enfermo (mi tío Tomás) que trataba de superar una nefasta
enfermedad en el Ambulatorio; y también, a realizar la tarea de envío al pueblo
de la “muda”. No era ésta una mujer impedida de la facultad del habla.
Se trataba de la ropa sucia que semanalmente enviábamos a la casa de nuestra
familia. Nuestras madres realizaban la colada correspondiente y el lunes o
martes nos devolvían el envío con la ropa limpia. Entre la ropa solía llegar
alguna carta, notas en las que proliferaban manifestaciones de ternura, signos
de apego, a veces dinero; y algunas pitanzas de pueblo, que nos servían de
complemento a la alimentación y fortalecían vínculos de añoranza, conectados al
hogar del que estábamos puntualmente lejanos.
La “muda” hacía el camino de ida y vuelta en una bolsa de
tela, tipo petate, que llevaba inscrito nuestro nombre y la dirección de la
villa de procedencia. El intercambio se realizaba, al menos en mi caso, a
través de la “Serrana” o “coche de línea” que efectuaba el trayecto diario
entre el pueblo y la ciudad, y viceversa. Me encargaba yo de llevarla los
sábados a la estación de autobuses, pero no recuerdo con exactitud quien se
encargaba de transportarla desde la estación hasta nuestro internado.
Probablemente fuera el portero de nuestra institución, el señor Juan, personaje
infatigable sobre el que recaían diversas funciones. A principios de semana nos
dirigíamos a la portería y en un local contiguo colgaban, como jamones suspendidos
en sendos garfios, las bolsa de las “mudas”. Las recogíamos y nos apresurábamos
hacia nuestra habitación con la excitación propia de quien espera encontrar
entre las pulcras ropas las muestras de algún tesoro. Uno de mis tesoros
favoritos estaba relacionado con la fruta. Era el membrillo. Me enviaban
membrillos en la época en que la fruta estaba en pleno esplendor, con
frecuencia hacia la festividad de los Santos. La bolsa arrojaba un
extraordinario aroma. Distribuía los membrillos por toda la habitación, entre
los entresijos de la ropa, y el efluvio permanecía durante tiempo prolongado
como signo de presencia de la familia ausente.
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