Contaría con unos 8 ó 9 años cuando participé en una
experiencia de cuidador de cabras. En concreto como ayudante del cabrero.
Tenía mi familia un par de cabras, y una cabritilla pequeña
a la que familiarmente denominábamos “la chivita”. Durante el día, las cabras
de mi pueblo eran cuidadas por el cabrero comunal, que recogía, todas las de la
villa, de un corralillo, en el que cada vecino dejaba las suyas, en las
primeras horas de la mañana.
A mis hermanos y a mí nos correspondió, durante gran parte
de nuestra infancia, madrugar a aquellas horas, no precisamente recomendables
para edades tan tiernas (necesitadas del descanso prolongado), para llevar
nuestras cabras al corral comunitario.
Cuando nuestra “chivita” era pequeña, no participaba con las
demás cabras en la salida hacia los pastizales, reservados a tal efecto por las
autoridades del municipio. Permanecía en los anexos de la casa, correteando
libre por el aprisco y esperando el regreso de la madre cabra. Pero llegado el
momento de dar el salto al rebaño adulto, debía superar un intervalo de
adaptación. Una situación similar al proceso de adaptación de nuestros hijos a
la escuela, en el primer año de Primaria.
Durante ese periodo, que duraba en torno a quince días, tuve
que acompañar al cabrero en la tarea de integración de la pequeña cabritilla. Y
allí anduve, andarín por pastizales y trotacaminos por vericuetos desconocidos
del pueblo. Permanecía alerta a las andanzas de nuestra “chivita”, haciendo
cuanto fuera necesario para que no se extraviara, para que no abandonara el
rebaño. Y si alguna vez, cualquier despiste, permitía que la pequeña cabra se
rezagara de las demás o escapara en trote confuso en su pretensión de libertad,
yo iba tras ella, la buscaba entre los matojos, zarzas y escobas, y la hacía
retornar al centro del rebaño.
No son muchos los recuerdos que perviven en mi memoria de
aquella aventura de aprendiz de cabrero. Aun así, se me representa, en una
actualidad virtualizada, una escena del momento de la siesta. Dormíamos el
cabrero y yo bajo el puente conocido en mi pueblo como “Puente de Siete Ojos”,
tras de habernos liquidado una copiosa merienda. El cabrero, no sé si por el
cansancio o por el vino, se zambullía en un sueño, tan profundo y duradero, que
se me antojaba eterno. Yo despertaba y permanecía tumbado, en silencio, horas y
horas, esperando que despertara. Como tardaba tanto en dar señales de vida, me
apoderaba un temor impreciso, pero de profundo desasosiego, ante la posibilidad
de que el cabrero hubiera muerto. Sólo los estertores de ronquidos y algún
espasmo, me devolvían a la certeza de que todo seguía bajo la normalidad
reinante, en la naturaleza sosegada de aquellos parajes.
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