jueves, 9 de marzo de 2017

Aprendiz de cabrero

Contaría con unos 8 ó 9 años cuando participé en una experiencia de cuidador de cabras. En concreto como ayudante del cabrero.
Tenía mi familia un par de cabras, y una cabritilla pequeña a la que familiarmente denominábamos “la chivita”. Durante el día, las cabras de mi pueblo eran cuidadas por el cabrero comunal, que recogía, todas las de la villa, de un corralillo, en el que cada vecino dejaba las suyas, en las primeras horas de la mañana.
A mis hermanos y a mí nos correspondió, durante gran parte de nuestra infancia, madrugar a aquellas horas, no precisamente recomendables para edades tan tiernas (necesitadas del descanso prolongado), para llevar nuestras cabras al corral comunitario.
Cuando nuestra “chivita” era pequeña, no participaba con las demás cabras en la salida hacia los pastizales, reservados a tal efecto por las autoridades del municipio. Permanecía en los anexos de la casa, correteando libre por el aprisco y esperando el regreso de la madre cabra. Pero llegado el momento de dar el salto al rebaño adulto, debía superar un intervalo de adaptación. Una situación similar al proceso de adaptación de nuestros hijos a la escuela, en el primer año de Primaria.
Durante ese periodo, que duraba en torno a quince días, tuve que acompañar al cabrero en la tarea de integración de la pequeña cabritilla. Y allí anduve, andarín por pastizales y trotacaminos por vericuetos desconocidos del pueblo. Permanecía alerta a las andanzas de nuestra “chivita”, haciendo cuanto fuera necesario para que no se extraviara, para que no abandonara el rebaño. Y si alguna vez, cualquier despiste, permitía que la pequeña cabra se rezagara de las demás o escapara en trote confuso en su pretensión de libertad, yo iba tras ella, la buscaba entre los matojos, zarzas y escobas, y la hacía retornar al centro del rebaño.

No son muchos los recuerdos que perviven en mi memoria de aquella aventura de aprendiz de cabrero. Aun así, se me representa, en una actualidad virtualizada, una escena del momento de la siesta. Dormíamos el cabrero y yo bajo el puente conocido en mi pueblo como “Puente de Siete Ojos”, tras de habernos liquidado una copiosa merienda. El cabrero, no sé si por el cansancio o por el vino, se zambullía en un sueño, tan profundo y duradero, que se me antojaba eterno. Yo despertaba y permanecía tumbado, en silencio, horas y horas, esperando que despertara. Como tardaba tanto en dar señales de vida, me apoderaba un temor impreciso, pero de profundo desasosiego, ante la posibilidad de que el cabrero hubiera muerto. Sólo los estertores de ronquidos y algún espasmo, me devolvían a la certeza de que todo seguía bajo la normalidad reinante, en la naturaleza sosegada de aquellos parajes.

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