Con qué facilidad cambia el sentido de las cosas cuando la
ilusión pasajera se desvanece ante el choque con la realidad de los hechos.
Correteo por los pasillo del internado, con la tensión propia de quién se va a
encontrar, en horas próxima, con jovencitas que le provocan excitación
desenfrenada. Experimento el paso de las horas, como el acercamiento de una
tortuga que se me va aproximando en un letargo desesperante. En el comedor
engullo, más que como, el alimento que las monjas han cocinado en sus
gigantescas ollas. Mis manos tropiezan con la jarra de agua y derraman sobre la
mesa su contenido. Hay reprimenda por parte del superior de turno que vigila el
orden y la disciplina del ágape. Me precipito con el postre y a la primera
insinuación de que podemos salir, abandono disimuladamente, pero casi a la
carrera, el refectorio donde hemos compartido el momento de la comida.
Y es que durante toda la mañana de ese 12 de mayo estuve con
mi mente ensimismada en el ensayo del grupo de música (Campo Charro, que después
sería Tronco Seco) que íbamos a tener tras de la comida. Lo extraordinario de
ese ensayo es que habían prometido su asistencia varias chicas, que comenzaban
a vincularse a nuestra órbita. Sobre todo mis nervios eran producidos por la
posibilidad de la presencia de Vicen, acaparadora de mis sueños por esas fechas,
en las que me derretía por la presencia de sus modales afrancesados.
“Pero todo resultó frustrante, pues al final, no
vino nadie. Ni de la “Residencia”: Cruci, Pepi e Isabel; ni Juani ni Vicen”,
escupe la hoja, frustrada también, de mi diario.
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