Desde las mesas de los alumnos observábamos al profesor de matemáticas, con una inclinación que apuntaba rasgos cómicos. Encogido, a pesar de estar elevado sobre la tarima, se estiraba a un lado y otro de la mesa, haciendo movimientos con sus brazos en actitud de apropiarse de los diversos bártulos que poblaban la mesa del docente. Sus movimientos representaban una metáfora de su posición ante la ardua tarea de la enseñanza. Daba la sensación de que se le escapaban aspectos esenciales presumiblemente atribuibles a la docta tarea del magisterio. Y trataba de someter el espacio y sus objetos en un afán de dominio de la disciplina que parecía venirle demasiado grande. Como su propia americana. Demasiado amplia para su pequeña estatura, no terminaba de encajar en su cuerpo diminuto y transmitía una infundada percepción de estar plagada de arrugas y pliegues.
El “profe de mate” era todo candor. Nos obsequiaba con
rictus de sonrisa forzada y mirada gatuna, a caballo entre benévola y
complaciente Alguien de este talante no podía ser nocivo para el alumnado. Se
esforzaba para transmitirnos la esencia del saber, los números, ecuaciones,
logaritmos, etc., con la dulzura que emplea una madre con su bebé, allanando en
todo lo posible, el terreno escabroso de la difícil materia. Nos daba
innumerables posibilidades de repetir exámenes, mejorar nota, posibilidades de
recuperaciones; y nos proveía del necesario oxígeno y adecuadas ayudas para
abordar las dificultades que se nos presentaban en el camino. Y así, vivíamos
con la convicción de que dicha asignatura, no sería la que proyectara un borrón
en nuestro expediente académico.
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