Nos dirigimos hacia el pueblo de Aldeatejada, a unos 3 Km de
Salamanca. Hemos quedado con el párroco de la localidad en una de las calles
adyacentes al internado. Cargados con los instrumentos musicales que consideramos
imprescindibles para amenizar una misa de pueblo, nos encaminamos al lugar de
la cita con la caras soñolientas y los signos resacosos de quienes el sábado
han trasnochado. Formamos una cuadrilla de titiriteros explorando las calles
semidesiertas, con sus bártulos a la espalda, en una reluciente mañana de
domingo. De cuando en cuando, nos detenemos para asegurar algún acorde de
guitarra que en el ensayo del día anterior han quedado impreciso. Algunos
componentes del grupo aprovechábamos estos incisos en el camino, para armonizar
y aclarar nuestras voces con canciones de nuestro repertorio. Varios vecinos se
asoman a la ventana convencidos de que se trata de una tropa de cíngaros que
realizan la ancestral actuación callejera con la exhibición del equilibrismo de
una cabra.
El cura nos espera con su funcional SEAT 850 en el que
apuradamente introducimos los instrumentos y nos sentamos apretujados para
realizar el corto viaje que nos traslada desde Salamanca hasta la entrada del
templo de Aldeatejada.
En el pueblo, Macu se ajusta el corpiño con la agitación que
le produce la novedad de ese día festivo. Se atavía con las galas propias de
las festividades significativas, solemnidades que en los pueblos castellanos
tienen destacado arraigo desde tiempos inmemoriales. Con movimientos sutiles y
precisos se aplica un ligero maquillaje resaltando, con un retoque de rímel,
sus ojos rasgados. Se calza sus zapatos de mediano tacón y se dirige decidida
hacia la plazoleta donde se ubica la iglesia. Otras jovencitas esperan en el
lugar señalado, formando un corro y regocijadas en animada charla. La llegada
de Macu origina un momento de exaltación y algarabía. Todas manifiestan la
extraordinaria impresión que le ha causado el atractivo atuendo con la que se
ha engalanado.
Llega el vehículo del párroco. Expectantes, el grupo de
jovencitas dirigen sus miradas escrutadoras sobre los chicos que descienden de
él. Pasan una rápida revista y Macu expresa con un mohín de desilusión que los
mancebos llegados no satisfacen sus expectativas. Otras sin embargo,
consideran, que sin ser nada especiales, los forasteros reúnen el atractivo de
lo desconocido. Y puestos a comparar con los pares del pueblo, tienen el
beneficio de lo que resulta apetecible por extraño o inusual. Además se nota en
sus movimientos y poses que van para artistas. Y es que en lo tocante a la
libido, lo desconocido remarca más que cualquier otro objeto del deseo, si éste
es familiar, demasiado vecino o se confronta habitualmente en los trajines de
lo cotidiano.
A los que bajamos del bólido del cura, el encuentro nos
produce una gran satisfacción. Nos sentimos adulados por aquellas miradas
indagadoras que provienen de las chicas. Admiramos con deleite el florido
colorido de las zagalas iluminadas con atractivas vestimentas. Algunos,
enamoradizos de primer vuelo, quedamos seducidos por el cuerpo esplendoroso o
una mirada furtiva que nos hace vibrar como una sacudida gozosa.
Significó el principio de tantos y tantos encuentros y
desencuentros... Fue el primer hito de una historia que se prolongaría durante
años y años. Años de ilusiones, momentos irrepetibles que forjaron amistades,
amores, idilios, sinsabores... El azúcar y la sal, el sabor agridulce, la
frescura del deleite y el amargor de tragos no deseados. Entrañó la
cristalización, localizada en un espacio y un tiempo, de los vaivenes,
sentimientos turbulentos y antagónicos de una adolescencia y juventud que se
disparaba anhelante e inconformista. Tromba de energía que se dieron cita en
torno a un proyecto, un grupo musical que atrajo en su entorno a una variada
gama de jóvenes que se adherían al espectáculo y que se vinculaban con lazos de
amistad y afectos entrañables.
Uno de esos Zíngaros era yo. ¡¡¡¿Qué recuerdos!!!
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