viernes, 15 de diciembre de 2017
Cuestión de pelotas
Mi vida ha estado siempre profundamente ligada a las pelotas. Es probable que desde los primeros soplos vitales me sobreviniera un aprecio singular por tener en mis manos ese juguete esférico, que golpeado contra una pared de modo repetitivo, y devuelto con un toque seco impulsado por la palma de la mano, hacía las delicias del entretenimiento de mi niñez.
La cuna en la que se abrieron mis ojos y sintieron las primeras sensaciones acústicas mis oídos, estuvo instalada muy cerca del frontón del pueblo. Supongo que a ella me llegó, aunque de modo inconsciente, el impacto favorable de las contiendas deportivas que se dirimían entre los mozos del pueblo. La pelota al chocar fuertemente contra el frontón era repelida de modo tan exageradamente enérgico, que no pocas veces llegaba rebotada a lamer el alfeizar de mi ventana, tras la que exploraba mi entorno, con movimientos juguetones de mis miembros inferiores y superiores. Así debí ser imbuido por una atractiva fuerza a la que estuve prendido durante varios años.
También, según me dicen, tendría sobre mí su impronta la herencia genética recibida de mi abuelo paterno. Cuentan que era uno de los mejores pelotaris de la comarca. A mí a penas me alcanza sobre él algún recuerdo vinculado a dicha práctica. Una ligerísima visión retrospectiva me acerca su imagen de pequeña estatura, cuerpo menudo, ceño fruncido medio disimulada por la boina y talante nervioso y vivaz, enviando la pelota con la precisión de un cirujano a los huecos donde no podían llegar sus oponentes. Tal vez mi imaginación esté cubriendo el lapsus que no ha rellenado el recuerdo.
Más tarde, en los albores de la adolescencia, fui cautivado por la práctica del balón pie. Práctica que me acompañó ya de modo inexorable durante los años más significativos en el ejercicio del deporte. Y no sólo en ese tiempo. Todavía, hace unos pocos años, estuve ligado al mundillo futbolístico acompañando a mi hijo en todos los partidos que disputaba los fines de semana y, a veces, hasta en algunos entrenamientos. Y así se me ha ido gran parte de mi tiempo, viviendo la excitación que me transmite una pelota, que como loca salta, se desliza, choca y en raras ocasiones queda encajada bajo el arco y el fondo de red de una portería. Seguro, que es tiempo precioso un tanto perdido. Como perdida parecía la mañana de un sábado, 15 de febrero de 1973, en el que reflejaba en mi diario cierto reproche por estar ocupado en funciones balompédicas: “Por la mañana todo el día haciendo las tareas de delegado de fútbol”. En ese tiempo yo era el “balonero”, encargado de proporcionar los balones necesarios para las diferentes prácticas deportivas del colegio, mantener a punto los diferentes materiales y dejar todo ello recogido y en perfecto estado de conservación.
Tiempos perdidos. Pero qué puedo hacer, si llevo el estigma de las pelotas grabado en el pecho desde cuando, sin tan siquiera balbucear palabra, recibía las primeras sensaciones vitales en una cuna ubicada frente al frontón de mi pueblo.
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