lunes, 1 de enero de 2018

The Beatles y una carta perfumada

Los recuerdos se me agolpaban con fuertes dosis de melancolía. Escribía el diario con el ánimo de quien está reviviendo pasajes de su historia que le han dejado una huella imborrable. El regusto de amargor, mezclado con sentimientos de la dulzura rememorada de otra época, se daba cita en mi ánimo vulnerable, en dosis equilibradas de sentimientos contrapuestos y salpicándome de confusos efluvios antagónicos de resquemor y duende. Y sin apenas proponérmelo mi mente voló hacia aquel primer año de estancia en Mallorca. Llevaba quince días de adaptación a un mundo para mí completamente desconocido. En el hostal en el que trabajaba, me movía tras la barra del bar, aturdido y exhibiendo mi escasa destreza de camarero en ciernes. Me sentía abrumado y desprotegido tras la marcha de mi primo, el que había hecho de contacto y posibilitado mi aterrizaje en aquel escenario de la hostelería. Él mismo llevaba trabajando, creo recordar, en labores administrativas en ese “Hostal Puerto”, de Puerto de Alcudia, desde hacía varios años. Pero desavenencias imprevistas con el director le habían llevado a abandonar el citado establecimiento precisamente en las fechas de inicio, en mis primeros días de trabajo. Y me quedé solo, rodeado de compañeros de trabajo que me resultaban penosamente extraños, poco cercanos e incluso agresivos conmigo. Sólo la música de los Beatles que sonaban casi sin interrupción lograba trasmitirme un poco de ánimo y aliento en aquellas jornadas de trabajo interminables. Y en ese desaprensivo ambiente interior de derrota, llegó una carta a rescatarme de mis sentimientos apesadumbrados. Esa carta que conservo junto a los objetos y recuerdos de entrañable valor que me han ido siguiendo a lo largo de mi trayectoria de vida y los muy variopintos hitos existenciales. Recuerdo cómo, a la primera ocasión de hacer una pausa en el servicio de dispensar bebidas a la pléyade de extranjeros que se arremolinaban en torno a la diminuta barra del bar, me encerré en el WC y absorbí con deleite cada palabra que contenía aquella epístola salvadora. Y toda ella contenía la melodía necesaria para arrullar mi corazón y sentirme trasportado a un país imaginario de ensueño y deleite. Se desprendían de sus renglones pétalos rojos que me envolvían en una atmósfera de dulzura. Fue un alivio, capaz de contrarrestar el rigor de ese trabajo, que aún continúa sometido a dureza de horarios, y de acortar distancias con mi mundo, del que momentáneamente me había alejado.

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