miércoles, 13 de diciembre de 2017
Embargo de intérprete
Se me ha reconocido con frecuencia mis dotes interpretativas. Y en realidad me encuentro muy cómodo cuando tengo que hacer simulaciones o desempeñar algún papel en el que tenga que mostrar mis capacidades de escenificación. En realidad una de mis vocaciones frustradas ha sido el teatro.
En las veladas y festivales que se organizaban en nuestro internado, me prestaba gustoso para realizar alguna obrilla o representar algún papel, viniera o no viniera mucho a cuento. Pero bien sea por el espacio que ocupó mi incursión en el mundo de la música, o debido a que no encontré el contexto de acompañamiento adecuado para desarrollar este interés, el teatro quedó relegado a esa gris antesala de las acciones que se proyectan para tiempos mejores, esos que nunca llegan.
Esa antesala ha quedado materializada en unas cuantas fotografías en blanco y negro, documentación gráfica de una obra de Alejandro Casona, que permanecen en una carpeta deslustrada, como testigo de una muestra de mi vida, en la que yo representaba el papel del diablo. Un esbozo que diseñaba algunos rasgos como promesa de un futuro que definitivamente quedaría abandonado. Abandono, como “La Barca sin pescador” que, quién lo diría, vendría a ser la metáfora de mi vida respecto a este objeto de mi deseo, barca del teatro dejada a la deriva por los mares de mi desidia.
Sí es verdad que el Arte Dramático ocupó mi mente, como posible alternativa de estudio universitario, en las postrimerías del bachiller. Pero al deshojar la margarita, profusa de hojas-opciones, fue una de las descartadas en primera instancia. El hecho de tener que desplazarme a Madrid para realizar tan ilustres estudios no estaba al alcance de mis exiguos recursos. Y además, se había forjado en mi interior, un impulso incontenible por formarme en alguna disciplina, que me habilitara profesionalmente para realizar servicios orientados a aliviar penalidades, a fomentar la educación, promocionar las personas empobrecidas, etc. Percibía en aquel momento que ya existía en la realidad demasiado drama. Ese drama, de algún modo también, me hacía desistir de convertir mi vida en interpretación, cuando se me necesitaba para empresas, iluso de mí, más sublimes, para cambiar el mundo.
Y así terminé dedicándome a la educación, con la difusa ilusión de posibilitar el desarrollo personal y comunitario.
El gusanillo que aún descansa en la antesala de los objetivos no cumplidos, se ha despertado hoy, al leer los comentarios escritos en mi diario del 27 de noviembre de 1973. En ellos se alude al primer ensayo de la obra citada, dirigida por D. Marciano y en la que los protagonistas eran alumnos de COU, tres ó cuatro chicas venidas del exterior, y yo mismo, como único representante de 6º. Para el papel de diablo. No debieron encontrar candidatos en el curso de orientación universitaria. O percibieron en mí aptitudes solventes para la escenificación teatral. Aptitudes sobre las que, con el tiempo, cayó el embargo.
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