martes, 21 de marzo de 2017

Para otra ocasión

El éxito que obtuvimos el Grupo de música “Campo Charro” en la velada del día anterior, nos despertó nuevas inquietudes. Comenzamos a pensar en serio, sobre posibilidades y proyectos cara al futuro. Bien es verdad, que no había sido más que una actuación en el contexto de una velada de internado. Pero esas veladas tenían proyección externa, ya que acudían a ellas diversidad de personas del entorno, que por uno u otro motivo tenían vinculación con Calatrava. Por otra parte, nuestra ascendiente en pueblos y alguna parroquia de los alrededores en los que amenizábamos misas de domingo, bodas u otros eventos religiosos, nos iba proporcionando cierta notoriedad. El resultado era que se iba formando en nuestro entorno un gran número de adeptos, que con el tiempo, llegaron a ser, poco menos, que incondicionales.
Dándole vueltas a las posibilidades futuras, Antolín y yo, nos presentamos en la habitación de uno de nuestros superiores, D. Paulino, uno de los que más nos apoyó en esos inicios. Queríamos contrastar con él la posibilidad de presentarnos al programa televisivo, de gran éxito por entonces, “LA GRAN OCASIÓN”. En esos tiempos era un programa con semejanzas a alguno de los que, en la actualidad, ofrecen posibilidades a jóvenes promesas del mundillo musical, tipo “OPERACIÓN TRIUNFO” y similares. En internet he encontrado una reseña sobre este programa:
“También en los años 70, los espectadores verían a jóvenes valores en LA GRAN OCASIÓN presentado por Miguel de los Santos . Fue otro concurso para cantantes desconocidos. Una postal auténtica de la moda del momento: “melenudos”, como se llamaría entonces a los de pelo largo, con pantalones de campana y camisas de flores con grandes cuellos. Hoy los vemos un pelín horteras, pero, entonces, eran de lo más moderno”.
( http://www.rtve.es/tve/50_aniv ersario/20060507_blog50anyos.h t)
Pero D. Paulino no veía que este fuera un momento oportuno para lanzarnos a tal aventura. Sobre todo nos ponía pegas por no tener suficiente trayectoria y no haber ensayado aún a fondo. O sea que más que ilusionarnos con fantasías y tener demasiados pájaros en la cabeza, teníamos que proponernos trabajo duro y serio. Lo de la TV habría que dejarlo para más adelante.

jueves, 16 de marzo de 2017

Veladas de luz y entusiasmo

Este viernes, venía cargado de expectativas e intrigas. Al día siguiente, sábado, estaba programada una de las muchas veladas que se organizaron en Calatrava, en los años en los que yo estuve interno. Realmente disfrutábamos de estos eventos festivos que nos trasladaba a un espacio mágico, cargado de efectos luminosos y acústicos especiales, y aderezados con elocuente creatividad. Sobre todo, constituían un aliciente de extraordinario interés para aquellos que llevábamos en nuestras venas la llamada de artista o el hormigueo creativo de las musas. Algunos, entre los que me encontraba, aprovechábamos estas circunstancias, para escribir un sainete, algún teatrillos, un sket, o cierta historia con tintes de divertimento, que pudiera ser representada. También nos investíamos de insignes rapsodas para recitar sobre el escenario, acompañados de los arpegios de una guitarra o bajo la armonía de las notas de un piano, algún poema propio o de poetas más o menos conocidos, elegido para la ocasión. Han pasado muchos años y todavía resuenan en mis oídos algunos poemas que tuvieron sus momentos de gloria: "Tu conoces al Piyayo? Un hombrecillo reseco, chicuelo, La mirada de gallo pendenciero, Un hocico de raposo tiñoso, Que pide limosnas por tangos Y mastica cantando fandangos gangosos..." "A veinte leguas de Pinto, y treinta de Marmolejo existió un castillo viejo que construyó Chindasvinto..." (...) Estas veladas ofrecían también la oportunidad de exhibirnos cantando o bailando. Bien fuera haciendo gala de las habilidades personales, mostrando dotes de cantautor o intérprete; o en otras ocasiones, participando con otros en exhibiciones grupales. En mi caso, la mayoría de las veces, pretendía participar en todas las modalidades posibles. Por eso, en mi diario de este día, queda escrito este testimonio: “En líneas generales esta tarde ha sido de mucho trabajo. He ido de ensayo en ensayo para la velada de mañana. Tengo la garganta muy irritada. Supongo que mañana seguirá el jaleo.

miércoles, 15 de marzo de 2017

Inicios de un grupo musical. Música, música... y melodía de sueños

Con qué facilidad cambia el sentido de las cosas cuando la ilusión pasajera se desvanece ante el choque con la realidad de los hechos. Correteo por los pasillo del internado, con la tensión propia de quién se va a encontrar, en horas próxima, con jovencitas que le provocan excitación desenfrenada. Experimento el paso de las horas, como el acercamiento de una tortuga que se me va aproximando en un letargo desesperante. En el comedor engullo, más que como, el alimento que las monjas han cocinado en sus gigantescas ollas. Mis manos tropiezan con la jarra de agua y derraman sobre la mesa su contenido. Hay reprimenda por parte del superior de turno que vigila el orden y la disciplina del ágape. Me precipito con el postre y a la primera insinuación de que podemos salir, abandono disimuladamente, pero casi a la carrera, el refectorio donde hemos compartido el momento de la comida.

Y es que durante toda la mañana de ese 12 de mayo estuve con mi mente ensimismada en el ensayo del grupo de música (Campo Charro, que después sería Tronco Seco) que íbamos a tener tras de la comida. Lo extraordinario de ese ensayo es que habían prometido su asistencia varias chicas, que comenzaban a vincularse a nuestra órbita. Sobre todo mis nervios eran producidos por la posibilidad de la presencia de Vicen, acaparadora de mis sueños por esas fechas, en las que me derretía por la presencia de sus modales afrancesados.

Pero todo resultó frustrante, pues al final, no vino nadie. Ni de la “Residencia”: Cruci, Pepi e Isabel; ni Juani ni Vicen”, escupe la hoja, frustrada también, de mi diario. 

viernes, 10 de marzo de 2017

De cabeza, dolores de cabeza






Visto a tan larga distancia (han pasado tantos años...) el dolor de cabeza de aquel día ha pasado a la historia. Parece tan banal que un diario refleje un dolor de cabeza como el acontecimiento de ese día que me siento predispuesto a pasarlo sin prestarle ninguna atención. Cualquier otro acontecimiento, aunque fuera relacionado con pensamientos o modos de ver la vida, sueños o proyectos ilusorios, dejaron mayor huella que un dolor de cabeza, a pesar de que este hecho, por su consistencia física, es una realidad más tangible que ideas y fantasías.


De hecho, ¿puedo afirmar que existió ese dolor de cabeza?. O en realidad se trataba de un escudo protector o una proyección de otras dificultades o dolores morales que me atenazaban en aquel tiempo. Con el paso de los años he podido comprobar que gran parte de las dolencias físicas vienen causadas por disfunciones de otro tipo. Hay tantas situaciones que nos afectan de modo global en nuestra existencia y que nos provocan dolencias en el organismo... El stress, los hábitos malsanos, el desasosiego, las dificultades económicas, los problemas con los hijos, los problemas con los compañeros de trabajo, la falta de trabajo, la soledad, el fracaso con la pareja, la tensión de una entrevista, la falta de iniciativa, la autoestima baja, los ruidos ambientales, la falta de amor, el desamor como herida profunda, la tendencia a tener aversión a los otros, los lunes...La lista sería interminable. Y termino con la sensación de que, lejos de considerar lo del dolor de cabeza como un acontecimiento banal, habría que considerarlo como lo más relevante de nuestra existencia. Existir, en cierto modo, es un gran dolor de cabeza.

jueves, 9 de marzo de 2017

Aprendiz de cabrero

Contaría con unos 8 ó 9 años cuando participé en una experiencia de cuidador de cabras. En concreto como ayudante del cabrero.
Tenía mi familia un par de cabras, y una cabritilla pequeña a la que familiarmente denominábamos “la chivita”. Durante el día, las cabras de mi pueblo eran cuidadas por el cabrero comunal, que recogía, todas las de la villa, de un corralillo, en el que cada vecino dejaba las suyas, en las primeras horas de la mañana.
A mis hermanos y a mí nos correspondió, durante gran parte de nuestra infancia, madrugar a aquellas horas, no precisamente recomendables para edades tan tiernas (necesitadas del descanso prolongado), para llevar nuestras cabras al corral comunitario.
Cuando nuestra “chivita” era pequeña, no participaba con las demás cabras en la salida hacia los pastizales, reservados a tal efecto por las autoridades del municipio. Permanecía en los anexos de la casa, correteando libre por el aprisco y esperando el regreso de la madre cabra. Pero llegado el momento de dar el salto al rebaño adulto, debía superar un intervalo de adaptación. Una situación similar al proceso de adaptación de nuestros hijos a la escuela, en el primer año de Primaria.
Durante ese periodo, que duraba en torno a quince días, tuve que acompañar al cabrero en la tarea de integración de la pequeña cabritilla. Y allí anduve, andarín por pastizales y trotacaminos por vericuetos desconocidos del pueblo. Permanecía alerta a las andanzas de nuestra “chivita”, haciendo cuanto fuera necesario para que no se extraviara, para que no abandonara el rebaño. Y si alguna vez, cualquier despiste, permitía que la pequeña cabra se rezagara de las demás o escapara en trote confuso en su pretensión de libertad, yo iba tras ella, la buscaba entre los matojos, zarzas y escobas, y la hacía retornar al centro del rebaño.

No son muchos los recuerdos que perviven en mi memoria de aquella aventura de aprendiz de cabrero. Aun así, se me representa, en una actualidad virtualizada, una escena del momento de la siesta. Dormíamos el cabrero y yo bajo el puente conocido en mi pueblo como “Puente de Siete Ojos”, tras de habernos liquidado una copiosa merienda. El cabrero, no sé si por el cansancio o por el vino, se zambullía en un sueño, tan profundo y duradero, que se me antojaba eterno. Yo despertaba y permanecía tumbado, en silencio, horas y horas, esperando que despertara. Como tardaba tanto en dar señales de vida, me apoderaba un temor impreciso, pero de profundo desasosiego, ante la posibilidad de que el cabrero hubiera muerto. Sólo los estertores de ronquidos y algún espasmo, me devolvían a la certeza de que todo seguía bajo la normalidad reinante, en la naturaleza sosegada de aquellos parajes.

miércoles, 8 de marzo de 2017

Como zíngaros del espectáculo

Nos dirigimos hacia el pueblo de Aldeatejada, a unos 3 Km de Salamanca. Hemos quedado con el párroco de la localidad en una de las calles adyacentes al internado. Cargados con los instrumentos musicales que consideramos imprescindibles para amenizar una misa de pueblo, nos encaminamos al lugar de la cita con la caras soñolientas y los signos resacosos de quienes el sábado han trasnochado. Formamos una cuadrilla de titiriteros explorando las calles semidesiertas, con sus bártulos a la espalda, en una reluciente mañana de domingo. De cuando en cuando, nos detenemos para asegurar algún acorde de guitarra que en el ensayo del día anterior han quedado impreciso. Algunos componentes del grupo aprovechábamos estos incisos en el camino, para armonizar y aclarar nuestras voces con canciones de nuestro repertorio. Varios vecinos se asoman a la ventana convencidos de que se trata de una tropa de cíngaros que realizan la ancestral actuación callejera con la exhibición del equilibrismo de una cabra.
El cura nos espera con su funcional SEAT 850 en el que apuradamente introducimos los instrumentos y nos sentamos apretujados para realizar el corto viaje que nos traslada desde Salamanca hasta la entrada del templo de Aldeatejada.
En el pueblo, Macu se ajusta el corpiño con la agitación que le produce la novedad de ese día festivo. Se atavía con las galas propias de las festividades significativas, solemnidades que en los pueblos castellanos tienen destacado arraigo desde tiempos inmemoriales. Con movimientos sutiles y precisos se aplica un ligero maquillaje resaltando, con un retoque de rímel, sus ojos rasgados. Se calza sus zapatos de mediano tacón y se dirige decidida hacia la plazoleta donde se ubica la iglesia. Otras jovencitas esperan en el lugar señalado, formando un corro y regocijadas en animada charla. La llegada de Macu origina un momento de exaltación y algarabía. Todas manifiestan la extraordinaria impresión que le ha causado el atractivo atuendo con la que se ha engalanado.
Llega el vehículo del párroco. Expectantes, el grupo de jovencitas dirigen sus miradas escrutadoras sobre los chicos que descienden de él. Pasan una rápida revista y Macu expresa con un mohín de desilusión que los mancebos llegados no satisfacen sus expectativas. Otras sin embargo, consideran, que sin ser nada especiales, los forasteros reúnen el atractivo de lo desconocido. Y puestos a comparar con los pares del pueblo, tienen el beneficio de lo que resulta apetecible por extraño o inusual. Además se nota en sus movimientos y poses que van para artistas. Y es que en lo tocante a la libido, lo desconocido remarca más que cualquier otro objeto del deseo, si éste es familiar, demasiado vecino o se confronta habitualmente en los trajines de lo cotidiano.
A los que bajamos del bólido del cura, el encuentro nos produce una gran satisfacción. Nos sentimos adulados por aquellas miradas indagadoras que provienen de las chicas. Admiramos con deleite el florido colorido de las zagalas iluminadas con atractivas vestimentas. Algunos, enamoradizos de primer vuelo, quedamos seducidos por el cuerpo esplendoroso o una mirada furtiva que nos hace vibrar como una sacudida gozosa.

Significó el principio de tantos y tantos encuentros y desencuentros... Fue el primer hito de una historia que se prolongaría durante años y años. Años de ilusiones, momentos irrepetibles que forjaron amistades, amores, idilios, sinsabores... El azúcar y la sal, el sabor agridulce, la frescura del deleite y el amargor de tragos no deseados. Entrañó la cristalización, localizada en un espacio y un tiempo, de los vaivenes, sentimientos turbulentos y antagónicos de una adolescencia y juventud que se disparaba anhelante e inconformista. Tromba de energía que se dieron cita en torno a un proyecto, un grupo musical que atrajo en su entorno a una variada gama de jóvenes que se adherían al espectáculo y que se vinculaban con lazos de amistad y afectos entrañables.

martes, 7 de marzo de 2017

Efluvios de membrillo


Me estrenaba esos días como responsable de economía del Club de Excursionista Calatrava (CEC) y en este sábado primaveral, parece ser, que dediqué gran parte de la mañana a realizar cuentas. No creo que fuera especialmente complicado, pocos eran los ahorros que había que gestionar. Pero el asunto de presupuestos y la decoración del local que nos habían puesto a disposición para uso del grupo, me ocupó la mañana por completo.
Fue un día también dedicado a asuntos familiares. Visitas a un hermano (José Luis) que estudiaba Formación Profesional en el “Rodríguez Fabrés”, a un tío enfermo (mi tío Tomás) que trataba de superar una nefasta enfermedad en el Ambulatorio; y también, a realizar la tarea de envío al pueblo de la “muda”. No era ésta una mujer impedida de la facultad del habla. Se trataba de la ropa sucia que semanalmente enviábamos a la casa de nuestra familia. Nuestras madres realizaban la colada correspondiente y el lunes o martes nos devolvían el envío con la ropa limpia. Entre la ropa solía llegar alguna carta, notas en las que proliferaban manifestaciones de ternura, signos de apego, a veces dinero; y algunas pitanzas de pueblo, que nos servían de complemento a la alimentación y fortalecían vínculos de añoranza, conectados al hogar del que estábamos puntualmente lejanos.

La “muda” hacía el camino de ida y vuelta en una bolsa de tela, tipo petate, que llevaba inscrito nuestro nombre y la dirección de la villa de procedencia. El intercambio se realizaba, al menos en mi caso, a través de la “Serrana” o “coche de línea” que efectuaba el trayecto diario entre el pueblo y la ciudad, y viceversa. Me encargaba yo de llevarla los sábados a la estación de autobuses, pero no recuerdo con exactitud quien se encargaba de transportarla desde la estación hasta nuestro internado. Probablemente fuera el portero de nuestra institución, el señor Juan, personaje infatigable sobre el que recaían diversas funciones. A principios de semana nos dirigíamos a la portería y en un local contiguo colgaban, como jamones suspendidos en sendos garfios, las bolsa de las “mudas”. Las recogíamos y nos apresurábamos hacia nuestra habitación con la excitación propia de quien espera encontrar entre las pulcras ropas las muestras de algún tesoro. Uno de mis tesoros favoritos estaba relacionado con la fruta. Era el membrillo. Me enviaban membrillos en la época en que la fruta estaba en pleno esplendor, con frecuencia hacia la festividad de los Santos. La bolsa arrojaba un extraordinario aroma. Distribuía los membrillos por toda la habitación, entre los entresijos de la ropa, y el efluvio permanecía durante tiempo prolongado como signo de presencia de la familia ausente. 

viernes, 3 de marzo de 2017

Profesor de mates



Desde las mesas de los alumnos observábamos al profesor de matemáticas, con una inclinación que apuntaba rasgos cómicos. Encogido, a pesar de estar elevado sobre la tarima, se estiraba a un lado y otro de la mesa, haciendo movimientos con sus brazos en actitud de apropiarse de los diversos bártulos que poblaban la mesa del docente. Sus movimientos representaban una metáfora de su posición ante la ardua tarea de la enseñanza. Daba la sensación de que se le escapaban aspectos esenciales presumiblemente atribuibles a la docta tarea del magisterio. Y trataba de someter el espacio y sus objetos en un afán de dominio de la disciplina que parecía venirle demasiado grande. Como su propia americana. Demasiado amplia para su pequeña estatura, no terminaba de encajar en su cuerpo diminuto y transmitía una infundada percepción de estar plagada de arrugas y pliegues.


El “profe de mate” era todo candor. Nos obsequiaba con rictus de sonrisa forzada y mirada gatuna, a caballo entre benévola y complaciente Alguien de este talante no podía ser nocivo para el alumnado. Se esforzaba para transmitirnos la esencia del saber, los números, ecuaciones, logaritmos, etc., con la dulzura que emplea una madre con su bebé, allanando en todo lo posible, el terreno escabroso de la difícil materia. Nos daba innumerables posibilidades de repetir exámenes, mejorar nota, posibilidades de recuperaciones; y nos proveía del necesario oxígeno y adecuadas ayudas para abordar las dificultades que se nos presentaban en el camino. Y así, vivíamos con la convicción de que dicha asignatura, no sería la que proyectara un borrón en nuestro expediente académico.

(Continuación) La aventura del viaje a Normandía.

En realidad, todo este viaje estuvo envuelto en situaciones paradójicas y alucinantes. Nada más llegar a la ciudad de Cannes, en el hotel ...