miércoles, 27 de diciembre de 2017
Andanzas por el pueblo
Mis andanzas por el pueblo, aún experimentando una cierta transformación, seguían de algún modo mediatizadas por la experiencia del pasado. Una vez dejado el internado (que aunque se había convertido en un colegio normal, tenía en su base una cierta proyección de seminario) y, tomada la decisión de no seguir el proceso de convertirme en seminarista, algunos de los hilos que me mantenían sujeto a unos modos de comportamiento propios de un candidato a recibir las órdenes sagradas, fueron rotos. Pero las raíces profundas, aquéllas que habían impreso en mi carácter unos rasgos de marcada predisposición huidiza, prevención en las relaciones con las chicas, cierto tono timorato de marcada introversión y timidez, seguían arraigados en mi interior configurando una losa bajo la que me sentía sepultado. En el contexto de la vida social de mi pueblo nunca logré ser yo mismo, ni encontrarme libre y esponjado. Mis sentimientos hervían en mi interior, encerrados en una olla a presión que amagaba con frecuencia en saltar por los aires. Sin embargo, exteriormente destacaba en mi semblante, una careta de perfiles acartonados e inmutables que mostraban una rígida frialdad. Me proyectaba como un sujeto imperturbable que observa el mundo desde una atalaya en la lejanía.
Mi verdadera personalidad revivía en el ambiente salmantino. Era como si sólo el contacto con la ciudad me otorgara la capacidad de ciudadano. Creo que por estas fechas posteriores en las que ya estaba en el instituto, y en el contexto de las vacaciones de Semana Santa, asumí el reto de mostrarme en el pueblo como alguien diferente. Traté de mantener relaciones sociales más joviales y cercanas, unirme como uno más a las escaramuzas juveniles de los mozalbetes de mi edad y frecuentar con asiduidad los ámbitos del ocio popular (es decir, los bares). Pero era evidente que no tenía ni práctica ni audacia para relacionarme con soltura en el desempeño de los menesteres que se cocían en estos lares. El poso que había dejado el pasado era tan determinante, que sucumbía una y otra vez, cual presa de un destino lúgubremente diseñado para mí, en mi propósito de comportarme al estilo de mis paisanos.
No obstante, en tiempos de Cuaresma, me sentía liberado, en cierto modo, del peso de asociabilidad que me mantenía en los fondos obscurantistas de mi introversión. Y es que en Cuaresma, los referentes del ambiente juvenil se mutaban de modo significativo. Era la Cuaresma un tiempo en el que quedaban suspendidas ciertas manifestaciones externas de fiesta y regocijo. Y una de las que se congelaban en este tiempo de oración y penitencia, eran el baile que cada domingo reunía y hacía las delicias de toda la juventud de la villa y a veces de allegados externos. En estos bailes yo me sentía profundamente marginado, contemplando desde una distancia, en realidad más psíquica que física, los requiebros, bailes y amores furtivos de mis iguales. Por ello, cuando se suspendían los bailes por el motivo aludido, yo experimentaba un cierto regocijo.
Esos domingos cuaresmales y los festivos de Semana Santa, se transformaban en tardes deliciosa de excursión y paseos primorosos por las cercanías del pueblo. Y en ellos yo participaba con los demás adolescentes y jóvenes, en los largos itinerarios hacia las cercanías del río, a la ermita del Castillo, en el arroyo de Barlaña y otros lugares señeros del paisaje de nuestro pueblo. Participaba con todos en el acercamiento a las chicas, en hacerme visible e intercambiar conversación con algunas de ellas. Y de este modo, me liberaba, aunque sin excesivos alardes, del peso aletargador en que vivía sumergido durante el tiempo ordinario.
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