martes, 26 de diciembre de 2017
Rebeldía frente a la familia
Volvía al pueblo para pasar, supongo, alguna de las vacaciones o puentes.
Identificado con una época en la que la rebeldía y las conductas contestatarias constituían signos de identidad de prestigio, solía hacer gala de este tipo de manifestaciones en el entorno familiar, cuando a él volvía.
Las posturas mantenidas ante mi familia solían crear no pocas tensiones y disputas. Sobre todo en las relaciones con mi padre. Él, profundamente arraigado en hábitos y maneras de pensar que hundían sus raíces en el más rancio conservadurismo, chocaba frontalmente con mis convicciones, modos de expresarme, maneras de vestir estrafalario y formas desaliñadas de llevar mis greñas.
Durante muchos años fui incapaz de desobedecer el mandato paterno cuando de modo severo e imperioso me ordenaba: ¡córtate el pelo! Pero en esta altitud de mi vida, cuando ya había adquirido importantes cuotas de independencia, me fui atreviendo a recoger el guante y presentarme ante mi familia con los cabellos dejados a su libre albedrío y cayendo profusamente como cascada sobre la dilatada superficie de mis espaldas. En caso de látigo, mi exuberante melena podía amortiguar los golpes que vinieran sobre mis espaldares (debí pensar).
Por supuesto que hubo algarabía y discusión, palabras subidas de tono por parte de mi padre, algunas de ellas fronterizas con el desprecio (“pareces un pordiosero”, “no quiero a un forajido en mi casa”, etc, etc) y algún que otro amago de expulsión de la casa paterna. Pero al fin todo quedó en nada.
En este punto me di cuenta de que la autoridad paterna tenía su límite. En el fondo llegaba a la conclusión de que por mucho que me sintiera vinculado a mi familia y sometido a las claves educativas que mis padres me habían transmitido, yo era un sujeto con vida propia que me presentaba en el seno familiar con una identidad singular e inédita en aquel contexto.
Si mi familia era conservadora, de la Castilla profunda, identificada profusamente con el franquismo imperante del momento, y del que estaban continuamente entonando sus excelencias, yo me presentaba como revolucionario, cercano a los postulados marxistas y reivindicando una estructuración social al modo comunista.
Si abrazaban ciegamente y sin ningún tipo de cuestionamiento las directrices de una Iglesia católica, apostólica y romana, con convicciones religiosas al más puro estilo tridentino o medieval, yo regresaba al seno familiar reivindicando una manera de vivir la fe que ellos identificaban con la más clara apostasía.
Si ellos se esforzaban por transmitir una moral rígida, unas directrices sin fisuras que abogaban por la sumisión a las normas, a la ley, a las costumbres y a la autoridad como supremas metas del ser humano, yo cantaba las grandezas de lo nuevo, despreciaba las costumbres y tradiciones, abominaba de la autoridad y el orden establecido, y me alineaba con cualquier corriente progre que intentara cercenar el pensamiento único, o las costumbre anquilosadas, que a mí se me antojaban primitivas y causa de todos los males.
Nos comportábamos como dos trenes que, a intensa velocidad, circulaban en la misma dirección pero en sentido contrario. El choque era inevitable y en esa confrontación salíamos todos por los aires, con nuestros cuerpos diseminados por los rincones de la casa, lamiendo las heridas profundas que nos habíamos provocado en el enfrentamiento.
Pasado un tiempo caí en la cuenta de lo inútiles y desproporcionadas que resultaban aquellas trifulcas que, por mi parte, pretendían reivindicarme como sujeto original, con ideas propias (supuestamente generadoras de un nuevo mundo) y con propósito de cambiar el modo de pensar y vivir de mis padres.
¡Qué ingenuidad la mía! Sólo cuando tuve la capacidad de aceptar que mis padres tenían el mismo derecho que yo a ser como eran, fui capaz de volver a la casa paterna con espíritu reconciliado, y amar libremente a mis padres por ser ellos mismos, sin pretender que fueran de modo diferente ni intentar imponerles mis posturas contrahechas.
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