Mi pulso
tembloroso se revela impreciso e inseguro. Acometo la tarea que en su día se
convertirá en hábito matutino. La hojilla de afeitar me castiga por mi penoso
dominio en las habilidades de rasurar mi incipiente barba. Mi rostro queda
surcado de significativos rasguños y cortaduras. No sé hasta qué punto es un
problema de destrezas, o más bien, que me siento sometido a una presión interna
que se manifiesta en torpeza. Porque el ahogo interior me produce falta de
dominio del espacio y una coordinación sensomotriz deficiente.
Mi diario produce
un grito desde la distancia temporal: “No sé qué me pasa. No sé porqué habré estado tan nervioso desde el
principio del día.”
Es el grito de
alguien que no es capaz de dominar el cúmulo de sentimientos y vivencias que le
rodean.
El día, que se
extiende entre participaciones del grupo de música en amenizar misas, hasta
tres (vaya paliza), ensayos y una pequeña actuación para un colectivo de
personas enfermas, se convierte en espacio de agresión sutil a mis compañeros. “Por la mañana hemos cantado tres misas.
Para morirse. Por la tarde no sé qué me ha pasado, me he puesto un poco
insoportable en el ensayo. Ha sido un desastre. He llegado a poner de mal humor
a Paco.”
Menos mal que la
situación se relaja al final de la tarde. El grupo y sus adláteres nos dimos
cita en el bar Miguel, centro de nuestros encuentros ociosos y relacionales y, en amenizada tertulia intercalada de cantos y contactos exploratorios,
dilatamos el tiempo recibiendo el bálsamo del regocijo compartido.
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